Resultaba muy lógico su reclamo de que no era posible hablar de una democracia plena cuando la mitad de la sociedad no participaba en sus decisiones políticas: “Resolved lo que queráis, pero afrontando la responsabilidad de dar entrada a esa mitad de género humano en política, para que la política sea cosa de dos, porque solo hay una cosa que hace un sexo solo: alumbrar; las demás las hacemos todos en común, y no podéis venir aquí vosotros a legislar, a votar impuestos, a dictar deberes, a legislar sobre la raza humana, sobre la mujer y sobre el hijo, aislados, fuera de nosotras”. Clara Campoamor nació en Madrid, a poco menos de un kilómetro del Congreso de los Diputados. Su madre trabajaba como costurera y su padre oficiaba como contable en un periódico. A los 10 años, y ante la muerte de su padre, Clara comienza a trabajar para contribuir con la economía del hogar, asumiendo varios oficios que la llevaron a forjar ese carácter laborioso y emprendedor por el que sería reconocida. Trabajó como modista, dependienta de comercio, telefonista, taquígrafa, traductora de francés, mecanógrafa, auxiliar de telegrafía, y finalmente conseguiría convertirse en secretaria del periódico conservador La Tribuna, donde comenzaría a interesarse en los asuntos políticos y a manifestar sus posturas ideológicas por medio de artículos y columnas. A sus 32 años inicia sus estudios en la Facultad de Derecho, y cuatro años más tarde se convierte en la segunda mujer en hacerse miembro del Colegio de Abogados de Madrid. Clara viaja por España dictando conferencias para la Asociación Femenina Universitaria y arengando con sus discursos políticos, defendiendo siempre sus postulados de lucha por la igualdad de los derechos de la mujer y las libertades políticas. Después de proclamarse la Segunda República, Clara es elegida diputada de Madrid, y es a partir de ahí cuando comenzarán sus principales conquistas políticas: forma parte del equipo que redactó el proyecto de la Constitución de la Nueva República, donde logró consagrar sus luchas respecto a la no discriminación por razón de género y la igualdad de sexos, el derecho al divorcio, además de incluir la igualdad de derechos para los hijos extramatrimoniales. Sin embargo en dicho proyecto no alcanzaría a consagrar el derecho de la mujer a ejercer el sufragio. El voto femenino sería otra batalla jurídica que tendría que escalar hasta la Corte de España. Los partidos de izquierda se negaban a que la mujer ejerciera el voto, puesto que estaba influenciada por la iglesia o sus maridos, y en cuyo caso terminaría favoreciendo a la derecha. En un ámbito compuesto por cuatrocientos setenta hombres, el debate lo encabezarían curiosamente las únicas dos mujeres. Del otro lado se encontraba Victoria Kent, prestigiosa abogada, quien consideraba que si bien la mujer merecía el derecho al voto, aún no se encontraba preparada para ejercerlo. Clara Campoamor defendería sus posturas ante la hostilidad de comentarios que estereotipaban a las mujeres como seres sumisos, histéricas y dominadas por la voluntad de un padre, un sacerdote o un marido. Algunos sugerían que la mujer podría alcanzar la madurez luego de la menopausia, y proponían la edad de los cuarenta y cinco años para poder acceder al derecho de votar. Con todo esto, Clara Campoamor fue desmitificando cada uno de los supuestos argumentos que obstaculizaban lo que al final era inevitable: la mayoría de los parlamentarios votaron a favor de la propuesta abanderada por Clara Campoamor, y el 1 de octubre de 1931 se aprobó el memorable artículo 36, con el que se faculta el ejercicio del sufragio femenino. “Defendí en Cortes Constituyentes los derechos femeninos. Deber indeclinable de mujer que no puede traicionar a su sexo, si, como yo, se juzga capaz de actuación, a virtud de un sentimiento sencillo y de una idea clara que rechazan por igual: la hipótesis de constituir un ente excepcional, fenomenal; merecedor, por excepción entre las otras, de inmiscuirse en funciones privativas del varón…” Dos años después las mujeres votarán en España y ni Clara ni Victoria saldrán elegidas en las contiendas electorales. Un año después Clara abandona su partido, y antes de que comience la Guerra Civil se dedicará a redactar su testimonio más íntimo: Mi pecado mortal. El voto femenino y yo. Debido a la guerra se exilia en París, donde escribe La revolución española vista por una republicana, y luego se mudará a Buenos Aires, donde vivió casi una década ganándose la vida como traductora y conferencista, y escribiendo las biografías de personajes como Sor Juana Inés de la Cruz, Francisco de Quevedo y Concepción Arenal. No pudo regresar a España porque sobre ella pesaban los cargos de pertenecer a una logia masónica, y se radicó definitivamente en Lausana, Suiza, donde trabajó en un grupo de abogados hasta el día en que acabaría perdiendo la vista. Muere de cáncer a sus 83 años. Muchos han sido los homenajes y reconocimientos que se le han hecho después de su muerte. Clara Campoamor es un símbolo en la insistencia por el reconocimiento de los derechos de la mujer. Con su nombre han sido bautizados institutos, centros culturales, asociaciones femeninas, parques, calles y premios. Su imagen aparece en sellos postales, billetes y esculturas, como aquella de tamaño natural que adorna la Plaza de Clara Campoamor en San Sebastián, y en la que la destacada abogada, política y defensora de la igualdad entre los sexos aparece de pie y con un libro en la mano. Se le reconoce además por ser pionera en la militancia feminista con la creación de la Unión Republicana Femenina: “El feminismo es una protesta valerosa de todo un sexo contra la positiva disminución de su personalidad”.
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