Grácil, fina, de cuello alargado, esbelta y elegante, como un cisne. Esa era Anna Pávlova, aquella que por su condición delgada contrariaba los requisitos que debía cumplir la bailarina de finales del siglo XIX, y cuyos requerimientos cambiarían apenas entrado el siglo siguiente, y esto gracias a la figura notable de la asombrosa rusa. Se anticipó un poco para llegar a este mundo, y su nacimiento fue prematuro. Nació en San Petersburgo, en un ambiente rural que le ofrecía unas buenas condiciones climáticas para sobrellevar sus múltiples enfermedades infantiles. No se sabe ciertamente quién fue su padre, pero suponemos que pudo haber sido la hija ilegítima de un banquero, y quien moriría cuando Anna contaba con dos años de edad. Serían sus abuelos maternos quienes ayudaron a su hija en los precarios cuidados de la nieta, cuya alimentación principalmente consistía en pan de centeno y sopa de col. A los 8 años Anna tuvo la oportunidad de asistir a la representación de La bella durmiente de Piotr Ilich Tchaikovsky, y de inmediato supo que su destino estaba ligado a bailar la vida. Le preguntó a su madre si ella podía ser un día como alguna de esas bailarinas que daban giros sobre el escenario, a lo que su madre le contestaría tajantemente que “no”. Siendo apenas una niña, no se dejó influenciar por la corta visión de su madre, y en ese momento se prometió, según ella misma relata: “Seré una princesa”. Y así fue. Queriendo empezar cuanto antes, la avezada Anna se presenta a la Escuela del Ballet Imperial, pero tendrá que esperar dos años más para que finalmente cumpla con la edad requerida, tiempo durante el cual no declinaría en prepararse por sí misma. Dos años más tarde vuelve a presentarse y esta vez será aceptada. Apoyada económicamente por sus abuelos, Anna cursa una carrera estricta de ballet que le llevará seis años en terminar. Durante estos años también estudiaría música. Para lograr la gracia en sus movimientos, la precisión y el detalle en cada una de sus bellas posturas, la aspirante a bailarina profesional pasaba más de ocho horas diarias practicando, aparte de seguir con rigor una dieta basada en pescado y vegetales y así preservar la delgadez por la que resaltaba. Una vez acabada su carrera, pasa a formar parte de la compañía del Teatro Mariinsky, y será allí donde podrá perfeccionarse en las técnicas del ballet clásico, y pese a no cumplir con el arquetipo de bailarina que por aquel entonces se consideraba la más óptima para la danza. El ballet precisaba de mujeres de contextura fuerte, piernas gruesas y caderas amplias, cuerpos compactos y musculosos, y que nada tenía que ver con ese cuerpo menudo y liviano de Anna, por lo que en principio sería la burla de las demás niñas, quienes le tenían el apelativo de la “escoba”. Sin embargo su técnica era impecable, y su talante ligero y como etéreo iba bien con papeles de mujeres delicadas, como en uno de los actos que más le gustaba representar: Giselle. Para evitar las dolencias al momento de pararse en puntas, y dado que su pie tenía un contorno bastante arqueado, Pávlova se ingenió la manera de darle un mejor soporte a las puntas de las zapatillas pointe, empleando para esto un trozo de cuero que fijó en las suelas, permitiendo así una posición más estable y menos dolorosa. El invento causó de inmediato la curiosidad y el encanto de muchos, siendo así que empezara a popularizarse y que hoy día sea todavía vigente, convirtiéndose en la zapatilla pointe moderna. Su primera presentación, algo modesta en comparación con lo que vendría después, sería hacia finales de siglo, con La virgen vestal. Se dice que en algún momento, tras un giro demasiado brusco, la bailarina tuvo un traspié que la llevó a trastabillar, pero que este tropiezo lo resolvió al instante, y ya nunca jamás volvería a vacilar con caer. No se detuvo, no dejó de bailar: “Dios da el talento. El trabajo transforma el talento en genialidad”, escribió en sus memorias. Así pues, para 1905, en San Petersburgo, la prometedora bailarina tuvo que presentarse en una obra que tenía por objetivo recaudar fondos benéficos, y aceptando la sugerencia de su amigo y colega, el afamado bailarín y coreógrafo Michel Fokine, Anna Pávlova deslumbró a los espectadores con la interpretación de La muerte del cisne, y que a partir de ese momento no sólo la catapultaría sino que sería como su sello distintivo. Para 1906 Anna es elegida como la prima ballerina, destacándose en el rol principal de los ballets El pabellón de Armida de 1907, Chopiniana de 1908 y Noches egipcias, todas obras realizadas en compañía del inseparable Fokine. En 1909 colaboró con el ballet de Serguéi Diáguilev, realizando una gira por Europa y recibiendo la ovación del público que tuvo la dicha de verla bailar. Dejó perplejos a los parisinos, y así mismo a los londinenses cuando tuvo la oportunidad de presentarse en el Teatro Victoria Palace, para ser ya tildada por algunos como “la artista del siglo”, y antes de dar el salto a los Estados Unidos. En 1910 el Metropolitan Opera House quedó perplejo con aquella interpretación artística tan bien consumada, en donde la bailarina parece tomar las formas y los movimientos finamente plagiados de un cisne. Un crítico neoyorquino comentó con efusividad y cierto delirio poético: “Flexible, llena de vida y apasionada, grácil y delicada. Cuando Anna Pávlova baila cambia el estado de ánimo del teatro. Pávlova, una nube se cierne sobre la tierra, una llama parpadeante, una hoja de otoño, impulsada por una ráfaga de viento helado, su talento es superior a todo”. En 1911 se muda a Londres y allí funda su propia compañía de baile, que en un comienzo contaba con catorce bailarines, muchos de los cuales pudieron acompañarla en sus distintas giras por todo el mundo. Anna recorrió todos los continentes en un intento por presentar el ballet a los últimos rincones planetarios, sin distinción cultural ni reparos de estratos sociales, acercar esta danza que siempre ha sido vista como un espectáculo de la élite para extenderlo a todo tipo de público. Estaba convencida que por medio de su baile podía sumergir al espectador en un arrobo de deleite, verla dar vueltas y olvidarse así por un tiempo de sus preocupaciones. En 1914 se casó con su manager, y por estos mismos días, encontrándose en la capital berlinesa, Anna y su marido serían testigos del comienzo de la Gran Guerra, por lo que pronto deciden regresar a Londres. Se destacan de los años siguientes sus actuaciones en The fairy doll y Dragonfly de 1914, California Poppy de 1916, Don Quijote, El lago de los cisnes, Las Sílfides, Coppélia, y Autumn leaves de 1918. A lo largo de su vida, Anna Pávlova pudo codearse con los más célebres de la época, siendo aclamada por ministros y monarcas. Cabe señalar la cercanía que tuvo con Charles Chaplin, Eduardo VII, Francisco José I de Austria, el rey Alfonso XIII de España, Guillermo II de Alemania, los reyes de Bélgica y el mismísimo zar Nicolás II, quien según ella misma cuenta en sus memorias, le dijo al conocerla que “a pesar de todo lo que he escuchado sobre tu maravilloso baile del cisne, lamento no haberlo visto nunca”. En 1919 lleva su arte hasta la capital azteca, convirtiéndose en una de las primeras bailarinas clásicas en interpretar el Jarabe Tapatío, vistiendo los atuendos propios del folklor. Así mismo Anna se mostró interesada en descubrir otro tipo de bailes, prestando principal importancia a las danzas étnicas indias y japonesas. Su legado fue el de querer hacer de la danza, una poesía, y que los demás se olvidaran de su tristeza. Su herencia es haber expresado y compartido su amor por el ballet. Su distintivo fue la ejecución de los bailes románticos, en los que pretendía manifestar naturaleza, fantasía, sentimientos, y todo ello con los movimientos de su cuerpo acompasados con la música. La mujer que se transfiguraba en cisne, porque ciertamente lo era. Cuando Anna Pávlova se encontraba arriba del escenario, todo lo demás estaba de más, y se hacía superfluo: decoración, vestuario y los demás bailarines. Ella era sin duda el centro de atención, agitando ambos brazos como si fueran los cuellos alargados de dos cisnes, su vestido emplumado bamboleándose como si fuera la colita de un cisne, su paseo en puntas, acelerado, como un cisne, y su cabeza erguida que no paraba de agitarse como si se tratara así de un cisne muriendo. Era tal su obsesión por convertirse en cisne, que en el jardín de su casa se podían apreciar varias de estas aves, en las que continuamente la artista buscaba inspiración, estudiando con encanto la sutileza de sus formas y movimientos. En los quince años que se mantuvo al frente de su compañía, y hasta que dio por terminada su empresa en 1925, los bailarines presentaron cerca de 3.650 actuaciones, una prolífica carrera de más de veinte años, en los que parece ser la artista que más ha viajado, estimando un cálculo de 485.000 kilómetros recorridos alrededor del globo. No se detuvo en su bailar por todas partes, desde Tokio hasta Ontario, bailando sobre plazas de toros y en el tablado de los más distinguidos teatros, dándose a distintas clases de audiencias, presentando un promedio de ocho espectáculos semanales, salones repletos, perfecta desde su debut, éxito contundente, siempre aclamada y elogiada, famosa y adinerada, gozó de un prestigio difícil de lograr para un artista, siendo considerada en su momento como “la mejor de las bailarinas vivas”, y que además tendría la fortuna de no decaer. Ella no tuvo lo que se dice un ocaso, un declive… lo suyo fue un apagón casi repentino. Luego de una corta pausa en medio de su gira por Francia, Anna se traslada de Cannes a París para encontrarse con su marido. Todo comenzó con un resfriado que adquirió durante una visita a Países Bajos, un catarro que parecía pasajero, y que había sido producto de una exposición en la nieve cuando Anna se encontraba desabrigada. Sucedió durante un accidente de tren en el que Anna acudió para asistir a los heridos, desadvirtiendo las precauciones de cubrirse del frío y agarrando así una gripa que parecía pasajera. Pero a las pocas horas se complicaría en un asunto de pulmonía, neumonía, y una posible intervención quirúrgica a la que Anna se negó, dado que el médico no le garantizaba que tras la operación pudiera continuar con su carrera de bailarina. El cisne lo tenía muy claro, y sabía que si no estaba para bailar, ya no valía la vida: “Si no puedo bailar, prefiero estar muerta”, sentenció a su médico. El 23 de enero de 1931, a punto de cumplir medio siglo de existencia, Anna Pávlova murió en La Haya a causa de una pleuresía. Nació de forma prematura, y de forma prematura murió. Al día siguiente tenía que ofrecer una presentación de su famoso ballet, ese que la había consagrado mundialmente, La muerte del cisne. Tenía claro que se avecinaba su final, pero aun así pidió vestirse para su presentación: “Prepárenme el traje de cisne”, dijo unas horas antes de fallecer, porque todavía estaba dispuesta a continuar su larga faena. El cisne moría y ese bello canto postrero lo expresó con estas, sus últimas palabras: “Tocad aquel último compás muy suavemente.” Estaba afiebrada por cumplir con su tarea, lo que mejor sabía hacer, que era transformarse en ave, y así fue como la presentación del día siguiente se llevó a cabo, y en el espacio que debería estar ocupando la ausente bailarina, un proyector no dejaría de iluminar durante toda la función a ese lugar vacío en el que todos la estarían imaginando. Así también su muerte representó un misterio y despertó cierto aire de leyenda. Son cientos de bailarinas las que a lo largo de un siglo la han tenido por referencia, e incluso se avivó una especie de histeria en la que muchas jóvenes decían sentirse poseídas por el alma volátil de Anna Pávlova. Una bailarina célebre que tuvo la oportunidad de compartir escena con Anna dice respecto a esta: “Pávlova vivió en el umbral del cielo y de la tierra como intérprete de los caminos de Dios.” Era así como Pávlova actuaba como una suerte de médium para quienes tuvieron la dicha de presenciar su baile. Nueva Zelanda y Australia se disputan la invención del postre que lleva su nombre, pero los tributos y homenajes que se le han rendido van mucho más allá de lo gastronómico. Por decir algo, es su figura la que adorna, coronándola, la cúpula principal del Palacio del Teatro de Londres.
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