Su nacimiento trajo consigo la muerte. Su madre no sobrevivió al parto pero entonces dio vida a la que sería considerada como la primera fotógrafa de la historia. Tuvo la suerte de contar con un padre cariñoso que veló no sólo por sus cuidados sino también por su educación, ya que él no creía en una educación particular y segregada por género, lo que resultaba una idea visionaria que reñía con las tradiciones constituidas de siempre. John George Children era secretario de la Royal Society y bibliotecario asociado al British Museum, además de reconocido zoólogo, químico y en especial minerólogo, y de su apellido el nombre que se le confirió a la roca de la childrenita. Sería pues su padre quien inspiraría a Anna para que ya desde niña se interesara en las distintas especies que componían la flora de sus alrededores, elaborando sus primeros herbarios, en los que solía coleccionar los diferentes tipos de hojas silvestres dándoles una clasificación, además de empezar a despertar su virtuosismo como ilustradora. Era tal su destreza con el dibujo, que al cumplir los 20 años su padre le encomendó la tarea de ilustrar un libro sobre conchas, a lo que Anna respondió con notable manejo de la técnica y del arte. En 1825 se casa y se muda a otra región inglesa, y en donde dedicará el pasar de las horas a su vocación más apasionada: la botánica. Por sus tantos aportes a esta ciencia, en 1839 es elegida como miembro de la Sociedad Botánica de Londres, y para ese mismo año se presentaría ante la comunidad científica una propuesta tecnológica que revolucionaría la manera como Anna presentaría sus propuestas. William Henry Fox Talbot había logrado la invención del fotograma, una imagen fotográfica para la cual no era necesario valerse de una cámara, y para lo cual bastaba con poner el objeto que se quería fotografiar sobre un papel sensible a la luz, y que al ser expuesto a la radiación solar conseguía grabar la imagen del objeto deseado. Y sería gracias a este primer paso que, dos años más tarde John Herschel perfeccionaría la técnica y el método, desarrollando la cianotipia, y enseñándoles el proceso de primera mano a sus amigos Anna Atkins y a su respetado padre. Al instante, la intrépida botánica entendió el alcance de dicho descubrimiento, que en adelante le permitiría documentar con mayor precisión la extensa y detallada variedad de plantas que solía coleccionar. Creía que los tratados de ciencia que se habían publicado hasta entonces, si bien gozaban de un arduo trabajo descriptivo y de clasificación, carecían ciertamente de ilustraciones lo más precisas posibles que pudieran enseñar mejor su contenido. “La dificultad para realizar dibujos de objetos tan pequeños como muchas algas me ha inducido a utilizar el precioso proceso de cianotipia”, declaró años más tarde, luego de haberse perfeccionado en la técnica hasta el punto de convertirla en un arte. Impregnaba con sales de hierro una hoja de papel que dejaba secar, para luego deponer sobre la hoja el objeto que quería imprimir, pisándolo con un vidrio y exponiendo el material a la luz solar durante algunos minutos. Finalmente lavaba el folio de papel y en el lugar donde yacía el objeto aparecía repentinamente un grabado de su imagen de color blanco, contrastada sobre un fondo de color azul intenso. Estas imágenes semejantes a los rayos X, no parecían ser los primeros intentos de una fotógrafa amateur, oficio desconocido en aquel entonces, sino más bien los folios de una científica experta, o en cualquier caso las pinturas de una artista consagrada. Comenzó así a documentar su propio material de algas que había ido acumulando durante sus paseos por las costas del sudeste de Inglaterra y por los lagos y ríos de la zona rural en la que vivía, dando así origen al primer libro publicado con ilustraciones fotográficas, Cianotipias de las algas británicas. Y no solo se trató del primero, sino de una obra enriquecida por el buen gusto, el perfeccionismo en el detalle, la delicadeza de cada ilustración y, desde luego, los conocimientos científicos que expone, y para lo cual su padre sería de invaluable ayuda. Anna se esmeraba por elegir entre tantos la muestra que quería fotografiar. En su composición estética es común la búsqueda de simetría, donde solía grabar de a dos especímenes de una misma familia, queriendo disponer del espacio con la maestría de una pintora. Cada fotografía está acompañada de un escrito cargado de lirismo y que explica a la perfección la especie que retrataba. No existía el negativo, por lo que cada fotografía era única. A pesar de esto, Anna sacó varias copias de cada ejemplar, por lo que al final lograría sumar una docena de copias de su libro, de las cuales tres todavía se conservan, y una de ellas puede apreciarse hoy día en el National Media Museum en Bradford, Inglaterra. Fue tanta su experticia a la hora de calcular la temperatura, el tiempo de exposición ante la luz solar, y la escogencia de un papel de alta calidad, que su trabajo se preserva casi intacto y a pesar de que ya hayan pasado 170 años. Anna estaría durante más de una década sumida en fijar imágenes objetivas que pudieran servir como aporte científico, siendo así que su obra es en definitiva un trabajo impecable y de una dedicación loable, elaborada con gusto, voluntad, encanto. La ardua empresa fue presentada al público por tramos; durante esos años Anna daría a conocer distintos fascículos elaborados con suma meticulosidad, y que al final compilarían casi cuatrocientas fotografías. En 1952 muere su padre, y Anna se tomaría un receso para escribir la biografía de quien fuera también su mentor, inspiración y maestro. En 1854 retoma su trabajo, y en adelante da a conocer un sinfín de publicaciones, en las que estaría acompañada de su prima, también apasionada de la botánica y a quien consideraba “como a una hermana”, y juntas serían autoras de otros extensos y rigurosos trabajos, entre los que se destaca Cianotipias de las plantas con flores y helechos británicos y extranjeros. Para 1865 Anna se desapega de los herbarios que la acompañaron durante toda su vida, donándolos al Museo Británico, y seis años después dejaría también este mundo. Atkins supo identificar el potencial de la fotografía para enriquecer los trabajos científicos y artísticos, creyendo que la fotografía serviría como un “medio para conectar a la gente” y acercarla más a las ramas del saber y la cultura. Pese a estos esfuerzos y al preciosismo y valor de su obra, su nombre caería en el olvido, y no fue sino hasta que pasados quince años después de su muerte, un periodista encontraría aquel libro editado con una exquisita laboriosidad estética y de una atractiva belleza, que revelaba fotografías de gran claridad y nitidez, y que bien podrían tratarse de las primeras impresiones fotográficas de la historia. El libro estaba firmado por “A.A.”, lo que en su momento el periodista conjeturó se trataba de Amateur Anonymous, y escribió una nota para un diario compartiendo su singular hallazgo. No tuvo que esperar muchos días para que un hombre se comunicara con él, comentándole que él también poseía una copia de Cianotipias de algas británicas, y que su autora era una mujer llamada Anna Atkins. El periodista quiso rectificarse, y en adelante trató de rescatar aquella obra que el buen apreciador calificaba como invaluable. Su difusión no lograría tampoco mayores repercusiones, y para 1970 pocas personas en este mundo conocerían el nombre de Anna Atkins. Fue así como en 1985 la Universidad de la Mujer de Texas retomó la vida y obra de Atkins, rescatando sus trabajos y documentando la historia de una mujer que bien merece ser recordada por sus avanzadas iniciativas, y hoy nuevamente el mundo se da por enterado de esta botánica consumada, fotógrafa, ilustradora y escritora, y cuyo trabajo no volverá nunca más a estancarse en el olvido. Su nombre y sus esfuerzos cobran cada vez mayor importancia y reputación, y sus libros son presentados en exposiciones y conferencias celebradas en distintos países que han querido rendirle su justo homenaje.
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