Dejó de ser Ana María de Jesús Ribeiro aquella tarde en la que se asomó a la ventana y saludó desprevenida al barco que se acercaba. Desde la proa del barco insignia de los navíos rebeldes, conocido como “Río Pardo”, su capitán, un italiano rubio y ojiazul, reparaba a través de su catalejo la figura increíble de esa gaucha que había visto contorneándose por el muelle, y que de pronto vio ingresar a una casa ubicada frente al malecón. Un momento después la vio abrir la ventana y agitarle el brazo en señal de coquetería. El enamoradizo aventurero no pudo escapar a la seducción de esa criolla irresistible, y no había todavía atracado en puerto cuando quiso poner los pies en tierra, únicamente para precipitarse hacia la casa de esta aparición divina y proferir estas palabras condenatorias a las que Ana María tampoco tuvo cómo escaparse: “Usted, debe ser mía”. Ella no se dejó intimidar. Comprendió que el italiano actuaba en nombre de ambos, y le dijo: “Yo a ti ya te conozco: te vi reflejado en las aguas de un pozo”. Nació justamente el año en que muere Napoleón, en una pequeña aldea que se quedó corta ante su imaginación desbordada y su afán de recorrer todo el mundo más allá de esos reducidos confines selváticos. Se destacaba desde pequeña por su inteligencia y su carácter desprendido. Sus padres, descendientes de inmigrantes de las Islas Azores, habían sacado adelante una empresa ganadera, y siendo muy pequeña Ana tendría que experimentar sus primeros contactos con la muerte, ya que en un lapso muy corto de tiempo morirían su padre y sus tres hermanos. Fue así como la madre, a cargo de sus tres hijas, se dedicó a conseguirle marido a cada una, eligiendo para su hija Anita, que en ese entonces era una adolescente que apenas contaba con quince abriles, a un zapatero mucho mayor que ella, y que en los años recientes había hecho una pequeña fortuna con la naciente y prometedora industria ganadera. Pero lo que sucedería ese día en el puerto trastocaría por completo la vida de la aldeana incipiente y carente de historias. Fue un flechazo, se trató de un amor a primera vista, y poco les importó a los dos el que Ana María estuviera casada, pues esa misma tarde la pareja se encerraría en la intimidad del “Río Pardo” y desde esa noche seguirían navegando siempre juntos, y en adelante el mundo conocería a esta mujer como Anita Garibaldi, la mujer de dos mundos, la amante y compañera del prócer unificador de Italia, el valeroso e intrépido Giuseppe Garibaldi. El lugar, Laguna, Santa Catarina. El año, 1839. Giuseppe ya había recorrido el mundo entero acumulando hazañas, que bien le valieron su fama de poderoso, convencido, tipo de carácter firme. La naciente República de Río Grande venía apoderándose de terrenos que otrora pertenecieron al imperio brasilero. En esta ocasión se libraba la batalla conocida como la “Guerra de los harapos”. Garibaldi logró conquistar la ciudad portuaria de Laguna, y fue allí donde desembarcaría para librar la más temible de las batallas: la batalla del corazón. El esposo de Anita, un borracho que no sabía tratarla, había huido apenas los ejércitos de la República Grande ingresaban por el río, librándose así de un marido que le habían elegido y que de cualquier forma tampoco representaba a sus ideales políticos. Anita era un alma libre, con sed de aventura, de ideologías revolucionarias, abolicionistas, libertaria, y de allí que la enamorara ese hombre de ideales democráticos con el que compartía su fuerza, su vehemencia, su fogosidad. A él por su parte lo sedujo esa mujer interesada más en el olor a pólvora que en la fragancia de las flores, lo sedujo la osadía y el atrevimiento con el que lo encaró, y por esto que no vacilaron y apenas conocerse se casaron en un ritual clandestino, y su luna de miel la vivieron sin estragos entre las tropas de insurgentes que lideraba el capitán Garibaldi. A lo largo de una década no pararon de insistir en el amor y tuvieron cuatro hijos. Anita le insistió a su marido que hiciera de ella una combatiente, una soldado, una guerrera. Aprendió a disparar como ningún hombre y a acertar en el blanco, toda vez que su marido la instruyo en el manejo de armas, y así también le enseñó a blandir la espada y a luchar frente a frente en un combate cuerpo a cuerpo. Cuando Giuseppe tuvo que salir a pelear en la batalla naval de Laguna, Anita le pidió que la llevara con él, pero el capitán no aceptaría arriesgar la vida de su amada, y aunque no dudara de sus capacidades en la pelea y del valor que la animaba, se negaría rotundamente a ponerla en peligro. Sin embargo Anita se escondió entre los pertrechos del barco, y en el momento más crudo de la batalla, cuando más se necesitaría de su ayuda, salió de su escondite y se dispuso a cargar ya repartir las armas y a estar asistiendo a los soldados con todos sus equipamientos. A pesar de haber perdido dos de los tres barcos que componían la flota de los rebeldes, la pareja Garibaldi ganaría la guerra, y en adelante Anita gozaría ante todos del prestigio que le había representado su valiente actuación durante esa primera batalla. Estuvieron peleando en Santa Catarina y también en Río Grande, siempre en condición de inferioridad ante las fuerzas imperialistas, confrontando cañones contra pistolas de corto alcance y rebuscando escondites y meandros en medio de la selva para poder desplegar sus estrategias de guerrilla. Pero sería durante la batalla de Curitibanos cuando Anita fuera capturada. Ya era reconocida como la mujer del capitán Garibaldi, y las fuerzas enemigas le expresaban gran respeto. Fue por eso que le condonaron la vida, manifestándole además que su marido había sido abatido en el campo de batalla. Anita reclamó los restos de su marido. Sus enemigos, queriendo disfrazar la situación, la llevaron hasta una playa donde habían sido aniquilados varios insurgentes, y excusándose de cualquier forma le insistieron con que sería imposible identificar todos los cadáveres. Anita sospechó que su marido aún estaba con vida. Lo sintió. Tal vez porque estaba otra vez embarazada, tal vez porque así se siente en el corazón, y en un descuido de sus guardias saltó sobre un caballo que la esperaba para emprender un escape de película. La querían viva o muerta. Las tropas persiguieron durante varios minutos a la intrépida fugitiva, hasta que un disparo le hizo volar el sombrero, y otro más certero hirió mortalmente a su caballo. Ante la presencia de sus perseguidores, Anita no lo dudó y se arrojó a las aguas del río Canoas. Los brasileros la dieron por muerta y desistieron de continuar con su búsqueda. Sin embargo Anita sobreviviría. Se internaría en la selva y, a pesar de sus heridas y de estar embarazada, caminaría durante cuatro días hasta reencontrarse con las escuadras rebeldes y volver a su idilio de amor con Giuseppe. Unos meses más tarde nació su hijo con una deformidad en la cabeza, producto al parecer de la caída del caballo. Ante la embestida imperialista, las fuerzas de la República de Río Grande buscarían refugio en el país donde se había gestado la insurrección y el levantamiento. Partieron hacia Montevideo con más de mil reses, pero luego de una penosa travesía llegarían a la capital uruguaya con menos de la mitad. Al llegar se encontraron con un Montevideo revoltoso y agitado, por lo que Giuseppe decide enviar a su esposa a Italia en compañía de sus cuatro hijos, esta vez sin reclamos, encomendándole la responsabilidad de oficiar como un agente diplomático, una personalidad que actuara en su propio nombre y que fuera su representante. A Anita se le colmaría de atenciones y recibimientos, el pueblo italiano le daba la bienvenida atendiéndola con toda clase de homenajes y pomposos festejos. Anita era querida, aclamada y ovacionada por todo aquel que quisiera luchar por la independencia de Italia haciéndole frente al yugo austriaco, combatir a las fuerzas napoleónicas y unificar finalmente los distintos estados en una misma bandera. Fue así como Anita sirvió para allanarle el terreno a su marido, quien unos meses después estaría de regreso a su país en compañía de más de mil Camisas rojas. Allí se proclamaría la República Romana. Sin embargo muy pronto serían atacados por los francés y napolitanos, por lo que los Garibaldi se verían obligados nuevamente a huir. Esta vez se exiliaron en San Marino, y una vez más la ilusión de un nuevo hijo que Anita estaba esperando. Pero unos días más tarde, en 1849, serían otra vez confrontados por las fuerzas enemigas, esta vez sumadas las tropas españolas, teniendo que trasladarse con casi cuatro mil hombres a donde los llevara el destino. En la nueva odisea Anita enfermería irremediablemente de fiebre tifoidea. Se cuenta que miró una última vez a los ojos azules de su querido Giuseppe antes de despedirse de este mundo, a la edad de los 28 años, pero despidiéndose como quien hubiera vivido varias vidas. Dado la cercanía de los enemigos, Giuseppe tuvo que cavar una fosa precaria para sepultar el cuerpo de su esposa, pero unos minutos después los perros ya estarían escarbando la arena y desenterrando los restos de Anita. Al reconocerla, sus persecutores no vacilaron en trasladar su cuerpo para ser enterrado en un cementerio y darle así una digna sepultura. Era así el respeto que le tenían a Anita Garibaldi. Giuseppe tuvo que permanecer cinco años en el exilio antes de retornar a Italia y cumplir con su cometido histórico. Y aunque se casaría dos veces más, jamás podría olvidarse de la que fuera la heroína de su amor, la entrañable Anita Garibaldi. Se le conoce como la “Heroína de dos mundos”, la que batalló con arrojo y coraje en Uruguay, Brasil e Italia, la inolvidable mujer que caminaba hombro a hombro con el gran Giuseppe Garibaldi, y con el que hoy comparte el mismo sepulcro, y sobre ellos las esculturas de un par de briosos caballos.
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