Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Ángela Loij (1900-1974)

Hacia finales del siglo XIX la codicia del oro y la prosperidad de la industria de la ganadería llevaría a la modernización y al supuesto progreso a ensanchar el campo de sus mapas. Fue así como Argentina y Chile por medio de sus políticas represivas irían poco a poco arrinconando a las comunidades indígenas que desde hacía más de cuatro mil años venían poblando los territorios compartidos por ambos países en los archipiélagos de Tierra de Fuego. Los selk’nam, también conocidos como los “onas”, serían diezmados mientras avanzaban las campañas de exterminio de los llamados hombres blancos, y esto sumado a las enfermedades contraídas y que fueran producidas por el mismo contacto físico con sus verdugos. La última de su especie sería una mujer, Ángela Loij, el recuerdo postrero de toda una cultura milenaria que se aferraba a su vida pero también a la historia de la humanidad entera, convirtiéndose pues en el último recuerdo de su pueblo. La antropóloga francesa Anne Chapman se interesó por desentrañar en la maraña de anécdotas de los selk’nam, logrando entrevistarse con ella en múltiples oportunidades, e incluso conviviendo entre su comunidad durante varios meses. Ángela nació por aquellos días en los cuales la guerra se recrudecía y ya solo quedaban unas pocas escuadrillas de indígenas combatientes. Los colonos habían finalmente conquistado los más recónditos resquicios del archipiélago y allí habían instaurado sus políticas y sus credos. Su padre trabajaba como peón en una finca dedicada al comercio de ovejas, y en su historial de vida sería el único pariente cercano que habría conseguido morírsele de viejo. Dos hermanas fallecieron cuando aún eran niñas, y sus otros dos hermanos, al igual que su madre, murieron en medio de exploraciones misioneras a las que se habían integrado. Recuerda con aflicción a uno de sus hermanos que decía querer estudiar y aprender de todo. “Ya sabía leer cuando murió”, comenta la última superviviente de los selk’nam. De muy joven se casó con un indígena que años más tarde moriría en la cárcel mientras cumplía una sentencia por haber asesinado a un pariente, y los tres hijos que tuvieron juntos murieron todos antes de alcanzar los treinta años. Y a pesar de las circunstancias que han enlutado su vida, Ángela no parecía ser una mujer frustrada ni apesadumbrada, y su semblante se notaba enérgico así como su actitud, como inocente o desafiante, y de cualquier forma siguió su vida con naturalidad y alegría. Católica devota y amante de Cristo, Loij también haría parte de estas misiones con las hermanas salesianas durante casi una década, sobreviviendo a las enfermedades y a la penuria en la que solían pasar sus días las abnegadas evangelistas. De temperamento impetuoso y desbordado, Ángela se confiesa desde niña como una “tul-laken” (un espíritu de corazón desentendido o irrespetuoso), sobre todo en lo referente a la religiosidad y a las creencias míticas de sus ancestros. “Yo siempre era rebelde; igual cuando era chica, igual en la misión”, le comenta a la documentalista francesa en una de sus entrevistas, y agrega: “Aunque las hermanas se enojaban, igual yo les decía que la comida era mala. ¡Y cómo trabajaban allí! Cosiendo, lavando sábanas, haciendo colchones. Quería aprender a leer y a escribir, pero no me daba la cabeza”. La investigación de Anne Chapman pasó a convertirse en una incipiente amistad. Ambas disfrutaban de la compañía y en algún punto Chapman se distanciaba de su tarea científica y era entonces cuando empezaba la más honesta investigación. Entre sus relatos Loij habrá hecho remembranza de más de tres mil personajes que componen su linaje y su historia, muchos de ellos emparentados, otros simplemente como un recuento legendario, y muchos de ellos carentes de un nombre que se fue perdiendo en el olvido de sus tantos recuerdos enrevesados. Empleando la técnica de la asociación libre, la entrevistadora dejaba que Ángela narrara con espontaneidad, pidiéndole luego de unos días que repitiera algunos de sus relatos, y logrando de esta forma corroborar la veracidad de sus historias. Solía ser bastante precisa al momento de describir cada suceso, disfrutaba responder a las preguntas y compartir sus recuerdos con la antropóloga. Hablaron del clima, de comida, de la naturaleza y de la palabra. A veces dejaba de lado el idioma español para llamar a las cosas con su propio nombre, es decir, con el nombre que habían sido bautizadas por sus antepasados. Anne Chapman la describe como a una mujer vitalista, sonriente, que parecía feliz, y que disfrutaba de dar paseos por el campo y respirar el ambiente húmedo de los bosques. Recordaba con indignación las masacres perpetradas por los colonos, pero creyente de los mandatos católicos, concluyó que esa fue una maldición justa por haber sido crueles entre ellos mismos, y sería así como “Dios los castigó mandándoles matar por los civilizados”. Al poco tiempo de haber enviudado, Ángela se iría a vivir con un policía argentino que trabajaba en el sector de la Patagonia, y por lo que la nativa recibirá una sentencia condenatoria por parte de las monjas, quienes le aseguraban que Dios la castigaría por semejante pecado. Pero Ángela recuerda con desparpajo y simpatía cuál sería su comentario al respecto. “Son cosas mundanas, hermana, yo no puedo vivir sola. Dios tiene que perdonar”. Los personajes reaparecían en el entramado de sus cuentos, hablaba de los partos y de la vida en familia, de las venganzas y los amoríos, de sus símbolos y de la semántica de su lengua, de sus dioses y sus mitos, de cerros y ríos que todavía no aparecían en los mapas y del “kaspi”, ese hálito de vida que se desliga del cuerpo cuando se muere. A pesar de ser analfabeta, Ángela tenía una enorme capacidad para asimilar su entorno, quizás porque su alma parecía la de un ser trascendente, inserto en el alma de cada cosa. Era querida por la comunidad. Le gustaban los buenos modales y los tratos cariñosos con la gente del pueblo. Pero hacia 1966 su gente ya estaba casi por extinguirse, y en el convento donde moraba, último refugio de los onas, apenas si quedaba un puñado de ellos. Ángela vería morir a su amiga Lola Kiepja, y ella pasaría de esta manera a ocupar el puesto de la más vieja, la última en el listado de una etnia, el legado final que estaba todo en su cabeza y que oportunamente pudimos documentar. Las directrices del convento le dijeron a Ángela que su labor apostólica había terminado y que lo más conveniente era regresarse para su pueblo. Una vez regresó, Loij se dedicaría al oficio en el que sería la más avezada, lavandera, y en cuestión de un tiempo se había hecho reconocida por todos no solo por su carisma sino por su trabajo literalmente impecable. Decía que a la gente le gustaban sus labores porque siempre dejaba la ropa “blanca, blanca, blanca”. Sin embargo sus ganancias eran insuficientes y apenas si le alcanzaba para una mantenencia precaria. Fue por aquella época en la que conoció a quien sería su siguiente marido, un chileno que pese a ser veinte años menor que ella, estuvo fiel a su lado e incluso al morir le heredó legalmente la propiedad en la que cinco años más tarde moriría Ángela. Viajó un par de veces a Buenos Aires en compañía de Anne, y se sintió fascinada con la experiencia de montar en el Subte que atraviesa la ciudad bajo tierra. La documentalista la recuerda como a una mujer que inspiraba coraje, de un trato delicado como sus manos suaves, sonriente y de buen humor, y de esta forma al morir dejó ese último aliento de los selk’nam, despidiéndose suave, sonriente, con buen humor.

ÁNGELA LOIJ

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