Ella es la Historia

Publicado el Milanas Baena

Ana Bolena (1501-1536)

Hija de condes y duques, criada entre mansiones y castillos, Ana parecía haber nacido predestinada para mantenerse en lo más alto de la aristocracia inglesa, y esto se cumpliría toda vez que a su muerte fuera recordada como “la reina consorte más influyente e importante que Inglaterra ha tenido nunca”, dicen las crónicas. También será recordada por haber perdido su cabeza a la temprana edad de los 35 años, e igualmente de haberla perdido con altura. Fue así una mujer caracterizada por su astucia, esa misma astucia que le permitió acercarse o alejarse de algún asunto según fuera lo más conveniente, y cuya inteligencia le enseñó de esta forma a ganar y a perder. A sus 14 años ya había completado sus estudios básicos en Países Bajos, donde se habría destacado por su carisma y su aplomo, sus óptimas aptitudes intelectuales y su interés por el arte. En 1513 su padre decide que los estudios de su hija deben continuar en París. De los franceses aprendería su historia y su cultura, su lengua y sus costumbres protocolarias, y así también comenzaría a interesarse por los asuntos de la moda. Consentida de la realeza, vivió entre cortesanos y servidores que la tenían por una jovencita agraciada, de un trato ético y de sentimientos nobles. Con frecuencia solía servir como intérprete mediando entre los diálogos de franceses e ingleses, y fue así como su padre consideró que su instrucción había sido completada y la llevó de regreso a Inglaterra. Ana tenía 21 años cuando regresó, y tuvo la oportunidad de presentarse ante el rey Enrique VIII, que ya venía gobernando desde hacía más de una década al lado de su reina consorte, Catalina de Aragón, en medio de una gala para la que había sido contratada como bailarina. En estas celebraciones que solían darse en las cortes europeas, una damisela que compartió escena en un espectáculo de danza con la hija del rey, sedujo a éste por su hermosura cautivante, y el rey no vaciló un segundo para preguntar por ella y empezar a acecharla. Enrique VIII estaba descontento con su reina, ya que anhelaba como nada tener un hijo que lo sucediera en el trono, y a pesar de mucho intentarlo, los hijos varones habían sufrido desgracias y al momento la corona seguía sin un legítimo heredero. La belleza de Ana la hizo famosa, y en la corte era conocida como Glass of fashion. Se hablaba mucho de su hermosura, y podría decirse que estuvo de moda. Su físico no era el que cumpliera con los estandartes de belleza de la época; se trataba de una mujer delgada y su piel más morena que clara, una piel canela que contrastaba con el cutis blanquecino de las demás cortesanas y que causaba cierta atracción particular. Impresionaban sus ojos oscuros, que “sabía bien cómo usarlos con eficacia”, sugiere un relato de la época, y un pelo largo que llevaba siempre suelto para destacarse entre todas con especial exotismo. A esta presencia imponente y cautivadora tendrían que sumársele su encanto y su gracia, su carisma atrayente, y la buena impresión que generaba en todo aquel que tenía el gusto de saludarla. Sus diseños propios y su ingenio con las vestimentas la destaca como un referente icónico de la moda inglesa del siglo XVI. Su elegancia y personalidad, su talento en el baile y el canto, su desparpajo al momento de celebrar con juegos de azar y vino, acabarían por maravillar a decenas de hombres que aspiraban a desposarla. Sin embargo ella se mostraba discreta y distante y a pesar de los rumores y calumnias de sus enemigos, tal parece que el comportamiento de Ana fue el de una mujer que mantuvo sus firmes convicciones cristianas y fue devota de reservarse a la virginidad. Parecía una mujer imposible, inasequible para cualquiera, pero no así para un rey. Enrique VIII ya tenía una relación de amantes con María Bolena, la hermana de la mismísima Ana, pero esto no sería un escollo para que el rey se empecinara en seducir a su nuevo afán de conquista, y su estrategia consistió en el envío de cartas donde dejaba en claro su deseo de tenerla al lado suyo. Sin importarle que se tratara del mismísimo rey de Inglaterra, Ana tuvo el coraje de rechazar una y otra vez las invitaciones reales de convertirse en su amante. Le responde así a Enrique VIII: “Suplico a su Alteza muy seriamente que desista, y a esta mi respuesta en buena parte. Prefiero perder la vida que la honestidad.” Los constantes rechazos harían que el ardor del rey se incrementara, así como su hostigamiento, y ante las tantas negativas no le quedó más que pedirle oficialmente su mano. Ella aceptó, pero le advirtió que no se acostarían juntos hasta no haber formalizado un divorcio legal y hacer oficial la investidura pública de su reinado. Un hijo nacido durante este proceso sería considerado ilegítimo, y fue la excusa que empleó Ana para mantener a Enrique VIII a raya, mientras éste se apuraba por darle trámite a su separación y a cualquier otro requisito que el objeto de su deseo le impusiera. En 1527 el rey solicitó a la Santa Sede la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón, justificando la imposibilidad de la reina para engendrar un hijo. Por esos mismos días ya todos se habían enterado del amorío que se estaba gestando entre el rey y la codiciada Ana Bolena, y dicha unión no resultaba mal vista a los ojos del pueblo y de los mismos cortesanos. En el comienzo de su relación la futura reina se dejó contemplar por su rey con los más estrafalarios agasajos. Poco le importaban a Ana los asuntos de Estado, y se dejó deslumbrar por las atenciones y los presentes con los que Enrique VIII solía abrumarla. La llevó a vivir a un palacio y acondicionó cada aposento con la decoración que Ana quisiera, la colmó de joyas y vestidos como fuera lo más propio de todos los cuentos de reyes y reinas. Los cuidados de Ana superaban por mucho a los de cualquier otra reina: contaba con casi trescientos sirvientes, damas de honor, sacerdotes, capellanes y confesores que la acompañaban a cualquier parte. Para 1529 todavía no se había concretado la separación legal entre Enrique VIII y Catalina de Aragón. El Papa Clemente VII había negado la anulación del matrimonio que el rey de Inglaterra había solicitado dos años atrás, y no eran tiempos en los que la iglesia pudiera permitirse lo que bien sería considerado como una contradicción de sus principios, y más aun teniendo como amenaza la creciente Reforma Protestante. En 1530 Catalina intenta en vano atentar contra la vida de Ana, siendo así despojada de su título y sus privilegios, y sentenciándola al destierro por fuera de la corte. Dos años más tarde el proceso de separación seguía siendo un calvario para Enrique VIII, quien anticipándose a un matrimonio que se concretaría y aunque el mismo Dios se negara a ello, decidió concederle a Bolena el marquesado de Pembroke, siendo la primera vez que a una mujer le era conferido un título de nobleza hereditario. Un año más tarde la pareja se casará al escondido y la reina quedará embarazada. Meses después el arzobispo de Canterbury declaró nulo y sin fuerza legal el matrimonio con Catalina, y así mismo decretó la legalidad y validez de las nuevas nupcias contraídas por el rey. Después de siete años la pareja finalmente conseguía presentarse oficialmente en público. Ana Bolena asumiría el trono y sería proclamada con la investidura de reina consorte de Inglaterra. De inmediato manifestó su rechazo por el papado, considerándolo un agente contaminante al interior de la misma iglesia, instando a su marido para que rompiera sus relaciones eclesiásticas y se declarara él mismo como el supremo monarca de la iglesia de Inglaterra. A este suceso se le conoce como la “Ruptura con Roma”. Cada vez fue creciendo más el poder de la indiscutible reina, quien pasó de hacer recomendaciones desinteresadas al rey, a tomar decisiones cruciales como el nombramiento de embajadores, ministros y políticos. Para ese entonces no había nadie con más poder en la corte que la reina Ana Bolena. Por aquellos días un desliz del mujeriego monarca afectaría los nervios irritados de la neurótica reina, a lo cual Enrique VIII respondería de inmediato, abandonando a su amante y disculpándose con su mujer, a quien no quería perturbar en sus últimos días de embarazo. Antes de concebir a su hija Isabel, la reina amainó sus ánimos de gobernar para concentrarse en los oficios maternos. Ana temía que María, hija del rey, tomara represalias contra su media hermana y pudiera de alguna forma atentar contra su vida. Las relaciones entre Ana y su hijastra no fueron nunca ni siquiera corteses. Bolena sería siempre “la amante” de su padre y a su vez ésta sería llamada por Ana como la “maldita bastarda”. La reina consorte estuvo al frente de la actividad diplomática, sellando alianzas con el pueblo francés, que la tenía por amiga y aliada y era conocida en ese país como “la Reina que el pueblo ama”. Se destacaba además por sus obras de caridad y su generosidad al momento de distribuir donaciones y limosnas y de ayudar a los más marginados de su pueblo, así como por promover la fundación de escuelas e instituciones educativas. De la misma forma no reparó al momento de gastar dinero y esfuerzos en la mantenencia del estilo de vida estrafalario y suntuoso de la realeza, por lo que solía servir como anfitriona de galas y festejos multitudinarios, y sus atuendos y adornos, así como la renovación de palacios y castillos y todo su ropero estaban continuamente renovándose. Pero entonces entraría en la temible empresa a la que su esposo la había suscrito: la carrera por el primogénito. Se especula sobre un par de abortos prematuros que tendría Bolena durante esos años, y en especial un varón que perdió justamente el día en el que muere Catalina de Aragón. En su autopsia encontraron su corazón ennegrecido, por lo que en un comienzo se planteó la causa del envenenamiento como el motivo de su muerte, y la pareja real como sospechosa de la misma. Pero pronto se descubrió que aquel corazón negro era un indicativo del cáncer que acabó por matarla. Sin embargo al rey todo esto le pareció demasiado casual, y más bien lo atribuyó al producto de una ominosa maldición, e interesado como ya andaba en seducir a una nueva jovencita, Juana Seymour (que a la postre se convertiría en su tercera esposa), Enrique VIII decide que la forma más práctica de deshacerse de Ana Bolena sería incriminándola de infidelidad. El proceso en su contra comenzó de inmediato. A los cargos de adulterio, supuestamente corroborados con el hallazgo de varios de sus amantes confesos, le sumaban el crimen de incesto, acusándola de mantener relaciones pecaminosas con su hermano. Al rey le interesaba casarse de nuevo y poco le importaba figurar como una víctima de las infidelidades y brujerías de su esposa. Tan solo cinco días bastaron para dictar sentencia en contra de los acusados: cinco hombres incluido el hermano de Ana fueron ejecutados. El rey había tomado medidas para que la muerte de su esposa infiel fuera lo más humana posible y que la inculpada no sufriera, a lo que Ana comentaría: “No tendrá mucho problema, ya que tengo un cuello pequeño. ¡Seré conocida como La Reine sans tête (La Reina sin cabeza)!” Se planeó una ejecución privada en un lugar conocido como Torre Verde, y el capellán que la asistió en su última confesión diría que Ana “parecía muy feliz, y dispuesta a seguir la vida”, que mostraba una alegría peculiar frente a la muerte, atreviéndose a chistar con su propio destino fatídico. Se llevó las manos al cuello y le hizo al capellán una mueca graciosa. “Oigo que no moriré antes del mediodía, y siento mucho por ello, ya que pensé estar muerta para esas horas… Oí que dicen que el verdugo es muy bueno…” Fueron algunos de los comentarios que registró el religioso durante esa última charla con la “Reina sin cabeza.” Al momento de su ejecución portaba una enagua color rojo bajo un vestido gris oscuro, llevaba el pelo recogido y se le describe con un carácter firme, confiado, y con ese mismo coraje dirigió un breve discurso en el que comenzaba diciendo: “He venido aquí para morir, de acuerdo a la ley…” Le desea larga vida al rey, y le señala de ser un hombre bueno, y al final rogó a los cielos se apiadaran de su espíritu: “Oh Señor, ten misericordia de mí; a Dios encomiendo mi alma”. No se empleó ningún soporte para recostar la cabeza; el sentenciado únicamente se ponía de rodillas y la agachaba en espera de que una espada la desconectara del resto del cuerpo. Las damas que la asistieron hasta el cadalso le cubrieron los ojos con una venda, y un último gesto de conmiseración y piedad por parte del verdugo sería el final en la vida de la recordada reina. En vista de que Ana mantenía sus ojos cubiertos, el verdugo quiso engañarla para evitar el sufrimiento de la espera advertida, y una vez ya estaba todo dispuesto, preguntó: “¿Dónde está mi espada?”, y le pidió a su ayudante se la trajera. Lo cierto es que ya la tenía abrazada entre sus dos manos y fue justo en este momento cuando asestó un solo golpe certero. ¡Taz! Y ¡Pum! Un disparo de cañón desde la torre le anunció a todos que la sentencia había sido consumada y que la reina había muerto. El arzobispo se pronunció diciendo: “Ha sido reina inglesa en la Tierra y hoy será una reina del Cielo”. Su cuerpo y su cabeza fueron trasladados en una barca y depositados en una tumba sin marcar. Era querida por el pueblo que la consideró inocente y víctima de un marido mezquino y despiadado, y desde ese mismo día empezaría a proclamarse como una figura de mártir, una salvadora del catolicismo ante la corrupción de Roma. Tradujo gran parte de la Biblia al inglés, y aunque fuera la más grande reformista, su actuar pareciera inconsecuente y a veces motivado por sus propias pasiones o caprichos. Lo que sí está claro es que su muerte significó el detonante que dispararía la Reforma Protestante al interior de Inglaterra. Algunos nobles la veneraban y durante varios siglos era común encontrarla retratada en los cuadros que adornaban los salones de la aristocracia. Una romántica icónica que la cultura ha sabido preservar en pinturas, novelas, obras teatrales, películas y toda clase de libros y documentales que nos cuentan acerca de su leyenda. La historia de una mujer valerosa que tuvo la tarea de lidiar con un marido cruel al que supo hacerle frente hasta donde le fue posible, y que se ganaría el cariño de un pueblo inglés que hoy todavía la mantiene en su memoria. Se decía que tenía seis dedos en cada mano y que llevaba en su cuello una marca particular, mitos que engrandecen la presencia inquietante de Ana Bolena, a quien finalmente el destino de su sangre le tenía reservado un porvenir poderoso por cumplir: su hija, Isabel, sería quien tendría que estar al frente de esta nación durante casi medio siglo, gobernando como reina indiscutida de los ingleses.

ANA BOLENA

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