“Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”, escribió el alma trastornada de Alejandra, quien desde pequeña se vería confrontada por la sombra de una hermana mayor hermosa y perfecta, siendo ella regordeta, tartamuda, con afecciones asmáticas y un problema severo de acné. Difícil comparársele a ese modelo que sus padres ejemplarizaban a través de su primogénita, y ante lo cual, como única forma de oponérsele, Alejandra se encontraría con su poesía desencadenada y furiosa. Pizarnick empieza a descubrir ese ser genuino y diferente del resto que la habita y que anhela explayarse por medio de la palabra. Quiere confrontarse a sí misma, deponer sus traumas infantiles, manifestar sus angustias, temores e inseguridades, y no encontrará un medio más efectivo y honesto que la poesía. El desarraigo de su familia irá incrementándose con el paso de los años, y su nueva familia estará compuesta por aquellos autores que la deslumbran: Faulkner, Sartre, Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Rilke, y serán ellos quienes la impregnarán del existencialismo y el surrealismo que en adelante caracterizará su obra. En 1954 inicia sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Abandona la facultad y se matricula en la carrera de Periodismo, de la cual también desertará para inscribirse en Letras, y una vez más su curiosidad o inestabilidad la llevará a los talleres de pintura. Rechaza así la educación convencional y se sumerge de lleno en el mundo de las letras. Explora nuevos autores como Proust, Gide, Kierkegaard, Joyce y Leopardi, y quienes le darán una visión más amplia y con sólidos argumentos filosóficos respecto a los problemas que aquejan a su época. Sus temas recurrentes serán la muerte y el suicidio, el silencio y la voz interna, la infancia y la orfandad, la extranjería y la subjetividad. “El deseo de sobresalir, de triunfar”, la llevan a compartir eso que escribe en su intimidad, y la poeta maldita empieza a cobrar reconocimiento entre el ambiente bohemio y literario. La chica rara, desaliñada y de pelo corto, extravagante e incapaz de adaptarse al ambiente que la rodea, contrastará de forma subversiva con esa típica niña buena de los años cincuenta. La obsesión por su peso le traerá a su vida el consumo de anfetaminas, y la dependencia de las drogas se convertirá en un lastre con el que tendrá que cargar todo el resto de su vida. Por esto es que su casa era conocida como la farmacia, ya que Alejandra contaba con un botiquín repleto de psicofármacos y toda clase de barbitúricos. Por aquella época explorará el psicoanálisis. Sus estudios le permiten aunar la palabra con su inconsciente e inquirir en su yo interno a través de la poesía. La poesía se presenta como una terapia de su análisis más profundo, en el que buscará restituir su alicaída autoestima y tratar de encontrar un sosiego a su permanente estado de ansiedad. Alejandra viaja a París y en la ciudad de las luces encuentra el tan anhelado remanso de paz. La capital parisina la seduce por sus calles y por su gente, y por ese estilo bohemio en el que se mezclan varias culturas y en donde se respira un auténtico ambiente artístico. Se gana la vida como traductora. Luego estudió en la Sorbona la Historia de la Religión y Literatura Francesa, y fue allí en donde entabló amistado con dos protagonistas de la literatura latinoamericana del siglo XX, Julio Cortázar y Octavio Paz. El mexicano sería quien escribiría el prólogo del libro que Pizarnick tituló Árbol de Diana, y es él quien allí concluye que los poemas de la argentina “no contienen ni una sola partícula de mentira.” Ambos escritores la recomienda a Germán Arciniegas, director de la revista Cuadernos, un proyecto de la UNESCO, quien de inmediato percibe el talento en esas historias de una París épica, en sus poemas y críticas literarias, y decide apoyarla publicando estos escritos que luego aparecerán en otras revistas destacadas del momento como Sur, Zona Franca y La Nación. Antes de regresar a Argentina se destacan las traducciones que hizo de Antonin Artaud y de Henri Michaux, y su encuentro con personalidades como Italo Calvino y Simone de Beauvior. Retorna así la poetiza madura, definida en sus búsquedas, decidida al encuentro de la poesía. Al año siguiente realiza una exposición en la que exhibe sus pinturas. Para ese momento Alejandra ya se había ganado un puesto en el mundo de las letras, y su obra literaria estaba íntimamente ligada a su personalidad, no pudiendo desprenderse de la imagen que había forjado de enfant terrible y que debía sostener con elocuencia sobrellevando una vida angustiosa y depresiva. Este entorno acabó alentando las crisis de ansiedad de la trastornada escritora, cuyo estado anímico se terminó de ir a pique con la muerte de su padre, dejándole una percepción mucho más precisa de la muerte y de su realidad inevitable. Alejandra no mengua su consumo desenfrenado de pastillas. Llama a sus amigos por teléfono en medio de la noche para narrarles sus preocupaciones y tormentos, y es entonces cuando decide tomar nuevos aires y recuperar una felicidad que creyó encontrar hace varios años en París. Emprende un viaje a Francia tratando de recobrar los ánimos en medio de un ambiente en el que no encontraría más que reminiscencias. Alejandra no halló esa magia de antaño y regresaría a Buenos Aires con una frustración que acabaría abandonándola ante las puertas del suicidio. La poeta sobrevive a un primer intento y unas semanas después vuelve a fallar. Su alegría se irá disminuyendo y ya poco frecuenta las calles, su lugar de reunión con los demás es su propia casa, donde poco a poco empieza a enclaustrarse y a claudicar, al parecer, en esos ánimos y esas ganas de vivir. Es internada en un hospital psiquiátrico, y después de unas semanas se le concede un permiso para salir durante el fin de semana. El 25 de septiembre de 1972, a los 36 años de edad, Alejandra Pizarnick ingirió cincuenta pastillas de Seconal que la sumergieron en un sueño sin retorno. Al día siguiente se inauguró la sede de la Sociedad Argentina de Escritores con el velorio de la prolífica escritora de Avellaneda. En un tablero de su habitación se encontraron sus últimas palabras escritas: “No quiero ir nada más que hasta el fondo.” La poesía y la vida eran lo mismo para Alejandra. Su poesía es indagación continua: “Siempre es el mismo interrogante: ¿de qué soy culpable?, ¿por qué este eterno sufrir?, ¿qué hice para recibir tanto golpe duro y malo?”. Alejandra sentía un miedo confeso y quería ocultarse, encontrando como único refugio la palabra: “Dada mi escasa facilidad de expresión oral, apelé al papel de no atragantarme, para escupir el fuego de mis angustias.” Escribir le permitía desahogar su agonía permanente, viajar en la ambivalencia que la llevaba del paraíso infantil a la propensión seductora por morir, y explorar esa búsqueda insistente por lo que parece eternamente perdido. Sus poemas construyen y destruyen con una franqueza desgarradora, sus palabras resultan revulsivas y sobrecogedoras a un mismo tiempo, se trata de una escritora que sabe llevar el lenguaje hasta los límites para generar en el lector una herida que es la suya propia. Pizarnick se sentía como predestinada a ocupar un puesto reconocido en el mundo de las letras, y para esto fue necesario patentarlo y justificarlo viviendo una vida de lamentos, demonios e infortunios. “Las imágenes solas no emocionan, deben ir referidas a nuestra herida: la vida, la muerte, el amor, el deseo, la angustia. Nombrar nuestra herida sin arrastrarla a un proceso de alquimia en virtud del cual consigue alas, es vulgar”. Se conservan casi mil páginas de sus diarios, un vasto corpus de poemas, varios escritos y relatos y una novela breve. Alejandra será recordada por lograr poner en el papel los tormentos con los que muchos se verán identificados, encontrando tanta luz en lo que a otros tantos parecería un alma lóbrega y sombría. “Afuera hay sol. Yo me visto de cenizas.”
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