El último pasillo

Publicado el laurgar

Politigracias y/o De la pantaloncracia

El mundo se jodió el día en que a todos les dio por agradecerles a los políticos por todo. Y esto no es un chiste. A mí me enseñaron  lo siguiente: que el pueblo ejerce cada cierto tiempo su derecho a votar, y que cumpliendo con el deber – sagrado en democracia – de escoger a quienes conducirán el barco del país con buenos y malos vientos, le otorga poder para actuar en su nombre a ciertas personas, ciertos “elegidos”, quienes se encargarán de los asuntos de gobierno para el bienestar de ese pueblo que confió en ellos.

Sí, lo sé, visto así es demasiado simple. La democracia es mucho más compleja, me dirán unos. La realidad es otra, me dirán otros. Y no faltará quienes encuentren, para recomendármela, una bibliografía muy completa sobre los verdaderos asuntos detrás del poder. Ya todos sabemos que la democracia – y la diplomacia: nos lo dice Wikileaks – está en un limbo por estos tiempos, y que a veces es sólo un pretexto para ciertas formas de dictadura (léase: Hugo Chávez Frías en Venezuela).

Pero esto es sólo un blog y no me interesa escribir un tratado. Sólo quiero dar cuenta de esa obsesión por el agradecimiento que arrastran las sociedades latinoamericanas respecto de sus funcionarios públicos elegidos por votación popular (y seguramente también otras sociedades, pero yo vivo aislada en el último pasillo del mundo, así que hablo nada más de mi pago).

Muchos colombianos – y me incluyo aunque viva afuera – estamos hartos de Álvaro Uribe. Muchos otros no, claro, y personalmente respeto profundamente a todos los (f)uribistas de corazón. Los respeto, y además los admiro, porque hay que tener cuero de chancho, hay que tener una vocación muy firme para seguir a un líder que se viene desmoronando todos los días desde hace mucho tiempo ya; un líder al que le aparecen más y más manchas negras en un curriculum vitae que él, a pesar de todo, pretende mostrar intachable.

Pero no me quiero desviar. Decía que la manía del agradecimiento a los políticos elegidos por votación popular me ha parecido siempre ridícula. Ridícula y propia de gente ignorante. Lo malo de decir esto es que le estoy diciendo “ignorante” a unos cuantos millones de almas que le andan agradeciendo a Uribe sus políticas de seguridad democrática, tan famosas, tan productivas. “Gracias Senador”; “gracias presidente”; “gracias diputado”. ¿Gracias por qué?      – pregunto yo –. O, mejor, ¿qué tipo de “gracias”? Porque está ese “gracias” cortés que uno pronuncia automáticamente cuando alguien le hace un favor. Y está el “gracias” que me hace pensar en Uribe y sus admiradores. Ese “gracias” arrodillado como si el ex presidente hubiese sido un mesías. A todos se les olvidó (y perdonen de antemano el atrevimiento de no incluirme en ese costal) que si Uribe hizo algo bien en su gobierno – que sin duda hizo cosas buenas, sobre todo en el primer gobierno, por lo que me comentan los amigos más versados en asuntos políticos que yo – lo hizo porque era su obligación. Porque un pueblo, ustedes, lo eligió para que hiciera bien su trabajo. Porque él recibió su pago por eso – y nos consta que se pagó muy, pero muy bien –.

Ya está bueno de ese romanticismo obsoleto y dañino del líder-héroe de la mano en el pecho. Si ustedes entran al twitter de Alvaro Uribe, verán que de fondo tiene una imagen de él precisamente así: con la mano en el pecho. Si ustedes leen el twitter de Uribe – lo que es, al final, un ejercicio un poco masoquista en el que uno va del desconcierto a la burla y de la burla a la rabia – verán que el tipo lo único que pide a gritos en cada uno de sus mensajes es eso: “agradézcanme, yo los liberé”; “agradézcanme, durante ocho años yo fui su padre y ustedes mis hijitos”.

José Obdulio Gaviria, ex asesor presidencial, fue un poco más allá y dijo derechamente que el de Uribe había sido un “gobierno de varones”. Porque para gobernar ellos se pusieron los pantalones, sí señor; porque para gobernar, cómo no, se necesita pensar de la cintura para abajo que es la parte del cuerpo que cubren los pantalones. Y es ahí en donde mi reflexión se torna perturbadora: no puedo evitar – aunque la imagen sea muy grotesca, lo sé – pensar que es también de la cintura para abajo que los (f)uribistas alaban a su líder.

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