
Desde hace dos meses, todos los días me lo encuentro en la parada del recorrido 106, muy puntualmente a las 8.30: él va para su escuela y yo para mi trabajo. Él lleva su mochila de los “Backyardigans” y yo mi maletín de computador. Es groseramente rubio, con un metro veinte de estatura y unos ojazos azules que están cubiertos por unas gafas gigantes.
El primer día llegó de la mano de su papá, bailando y cantando “Thriller” de Michael Jackson, y se zafó para poder hacer su presentación con más soltura. Como yo me reí, a él le pareció que complacía a un selecto espectador y reforzó su baile y su balbuceo del que sólo se entendía claramente “Thrileeeeer” “Thrileeeeeer”. El padre, avergonzado, detuvo el show para subir al bus, que era el mismo que yo iba a tomar, el 106. Una vez en el bus, el pequeño bailarín comenzó una gritería para sentarse a mi lado. El padre lo jalaba y me miraba avergonzado, pero yo le hice señas de que no me importaba en absoluto que el niño viajara en el asiento de al lado, y además el bus iba prácticamente vacío. Mi amiguito se bajaba como tres paradas antes que yo, y siempre lo hacía en medio de un escándalo de despedida, prometiéndome para el día siguiente dulces y besos, y diciéndome adiós hasta que el bus se perdía de su vista.
Y siempre cumplía su promesa. A las 8.30 estaba en la parada, de la mano de su padre quien ya no me miraba con tanta vergüenza. Nunca pude conversar con él, porque el niño siempre acaparaba mi atención. Me llamaba “amiguita”, bailaba y cantaba mientras llegaba el bus, y luego, durante el trayecto, me iba contando a media lengua historias que supongo que le sucedían en su colegio, con sus compañeritos de clase.
Para compensar un poco, yo también empecé a llevarle dulces y pequeños presentes. Un día hasta intercambiamos cajitas de leche de sabores y por el camino las acompañamos con pastel.
Este año el invierno ha sido muy cruel. Parecemos monigotes de nieve en las mañanas, y yo voy por la calle castañeteando los dientes. Tal vez eso, habernos conocido en invierno, fue la razón por la que yo no noté nada extraño en él. Para mí todos los niños son iguales, vivaces, alharaquientos. Para mí es normal que hablen a media lengua tengan dos años, o siete años. Un día antes de que salieran a vacaciones de invierno todos los colegios, mi amiguito bailarín me llevó bombones de chocolate y una flor que arrancó de un jardín por el camino, y me pidió que nos casáramos. Al papá y a mí no nos quedó más que reír. Yo no le di respuesta, pero a él no le importó. Parecía que ya daba por hecho mi afirmativa.
Las vacaciones de invierno duran más o menos dos semanas, pero yo lo vi un par de días antes de que entrara de nuevo al colegio. Iba muy bien vestido de traje de calle, ya no de uniforme. Nos encontramos en el mismo lugar de siempre, pero algo había sucedido. Un velo había pasado por su memoria. Un viento borró sus recuerdos aparentemente, porque no me reconoció. Bailaba y cantaba algo, pero cuando le sonreí, me ignoró y siguió dando vueltas en su compás. El papá me miró con la misma vergüenza del primer día. Nos subimos al bus 106 como siempre, pero ya no quiso ir a mi lado. Yo no entendía nada, hasta que el bus se detuvo en la parada en la que siempre se bajaba mi amiguito, y como ya no me distraían su alboroto y su despedida escandalosa, leí por primera vez el nombre de su colegio: “Escuela Diferencial”. Y lo vi entrar en él brincando sobre los charcos.
SERIE «LA INFANCIA»