El último pasillo

Publicado el laurgar

Las trampas de la libertad de expresión

Cosas muy simpáticas se ven entre las redes sociales y los blogs. Miren esta historia: hace unos días, este diario decidió cerrar «Una verdad incómoda», uno de los blogs que albergaba en su plataforma online. El cierre se debió al mal uso que hizo el autor del blog – alguien que firmaba como «Maximus_troll» –, utilizando su participación en El Espectador y su condición de blogger del diario para replicar a una polémica que había tenido a través de su cuenta de Twitter con otro periodista – Camilo Andrés García –, a quien llamó “mongólico”. Camilo, con una cantidad no despreciable de seguidores en la citada red, se puso en campaña, carta de por medio a El Espectador, para alertar sobre ese mal uso que estaba haciendo «Maximus_troll» del nombre del diario. Entre otras cosas, Camilo pidió que se le cerrara el blog.

Hugo Leonardo Rodríguez, editor online de El Espectador, le envió un correo a «Maximus_troll» para explicarle el porqué de dicho cierre, y el bloguero, por supuesto, se ofendió profundamente y le pidió, a quien quisiera prestarle atención en Twitter, que denunciaran un caso más de coacción de la libertad de expresión. Hasta Yamhure salió al baile.

Me da lo mismo si «Maximus_troll» y Camilo se pelearon y por qué se pelearon. Allá ellos. Lo que me llama la atención (y me indigna un poco, no lo voy a negar) es que, una vez se suceden estos casi-escándalos, todos salen a defender la «libertad de expresión» y a señalar la terrible censura, pero nadie, absolutamente nadie se detiene a leer siquiera lo que están defendiendo. Cuando comenzó el «bochinche» y viendo que estaba involucrado el diario para el que escribo (tanto en su versión online con este blog, como en su versión impresa), vine a revisar algunos post del bloguero que ahora se declara damnificado y que, en su momento, se denominaba bloguero oficial de El Espectador. Lo voy a decir mal y pronto: el señor escribía (y escribe) que da vergüenza ajena leerlo. Lo más triste es que la carta con la que Camilo Andrés García se defiende de su agresor tampoco es la mejor redactada.

Y aquí viene la parte que me indigna: en nombre de la libertad de expresión se dicen tantas cosas que el concepto se terminó convirtiendo en la puta con la que todos se acuestan cuando les conviene. Una cosa es defender el derecho que todos tenemos a expresarnos libremente en un país en el que hay democracia, pero otra cosa muy distinta es que tengamos derecho a escribir como se nos venga en gana y por el solo hecho de tener un par de clics más y un poquito de vitrina (que sólo eso es un blog en este diario: un poco de vitrina), ya nos sintamos escritores, periodistas y, como solía repetir mi abuela: «la vaca que más caga».

Y no. Para defender con tanto ahínco la libertad de expresión y el derecho a decir lo que se piensa, lo primero, lo principal para quienes trabajamos en medios de comunicación masiva – en este caso los escritos – es respetar a esa persona que está del otro lado de la pantalla o del papel, leyéndonos, y escribir bien. Es una exigencia mínima. Y el bloguero damnificado se pasó por donde mejor pudo las normas básicas de ortografía y gramática, y su redacción era (es) de lo más pobre y vergonzoso que he visto en mi vida. Intenten leer en voz alta los textos que les enlazo acá y acá, sacados del caché de google, y díganme si suenan coherentes.

No soy ninguna puritana del lenguaje y a quienes me conocen les consta eso porque vivo en Chile, en donde se habla un español lleno de muletillas muy raras que yo ya me acostumbré a utilizar, pero, duélale a quien le duela, las comas, los puntos, los dos puntos, el punto y coma y los puntos seguidos, entre otros, no son inventos arbitrarios para joderle la vida a nadie. Son el equivalente a los números en las matemáticas. Juntos, bien combinados, acomodados adecuadamente, le dan al texto sonoridad, legibilidad y, sobre todo, respiración. Escribir, y publicar eso que se escribe, implica exponer públicamente no sólo un fondo, sino también una forma. No cualquiera, por el solo hecho de pensar, es capaz de traducir a un texto, con fuerza y consistencia, eso que piensa. Y hay personas – que es el caso de «Maximus_troll» – a las que definitivamente no se les da.

No sólo estoy de acuerdo con la decisión que tomó el diario de cerrar el blog, sino que creo firmemente que todos los medios que alojan blogs en sus plataformas online deberían depurar a quienes intervienen en ellas y filtrar con toda la libertad (ojo: libertad también aplica en este caso) a quienes no producen textos irreprochables. No veo por qué un diario tiene que verse obligado, en nombre de la libertad de expresión, a publicar cualquier cosa que está mal redactada. No se trata solamente de mantener el prestigio y la marca, que también importa. Se trata, principalmente, de demostrarle a todos los lectores y a quienes se limpian su boca denostando al periodismo de este siglo, que sí existen editores,  que sí hay una preocupación genuina, desde el director hacia abajo, porque lo que se publica tenga tanto fondo como forma. En resumen: que sí se piensa dos veces antes de exponer cualquier texto a la lectura pública, a fin de que la experiencia de leer sea para los lectores rica y amable.

A lo anterior, sumo dos cosas más que me parecen importantes:

Primero, el bloguero «damnificado» cometió, siempre que pudo, un error que encuentro imperdonable para alguien que lleva un blog, y  que es un error generalizado en los lectores colombianos: confundir «blog» con «post». El blog, para quienes no lo sepan aún, es un sitio web con determinadas características y cuya plataforma pionera fue el famoso Blogger. Un post es cada mensaje individual que escribo y publico con cierta regularidad dentro del blog.

Segundo: es una vergüenza invocar la palabra censura como si se tratara de decir agua. Mal que mal, ustedes en Colombia, yo acá en Chile, mi amigo «X» periodista en Perú o México, por citar algún ejemplo, tenemos todas las facilidades de comunicación modernas. Si me cierran este blog el día de mañana, me quedará siempre la posibilidad de abrir uno en wordpress y tirarle la bronca al diario, a su director y a quien sea. Censura, real censura, es lo que vive la valiente Yoani Sánchez en Cuba, que tiene ánimo de hierro para enfrentarse al régimen de Fidel Castro, y que tuitea, postea y se manifiesta en internet como buenamente puede; es precaria la forma en que Yoani logra hablarle al mundo, valiéndose de amigos que le ayudan a publicar lo que ella quiere decir, porque no puede, porque realmente no tiene el famoso y universal «derecho al pataleo». O los cientos de periodistas en Venezuela, o en China, que tienen restricción de internet. Es casi una grosería que nosotros enarbolemos sólo porque sí la palabra censura.

Desde hace muchos años estoy enamorada de este oficio que es el periodismo y que ejerzo como mejor puedo, porque no tengo título profesional. Y ustedes no se alcanzan a imaginar la rabia profunda, la impotencia que provoca leer un texto publicado en forma descuidada, o pasear por la versión online de un diario y ver un festín de blogs compitiendo a ver cuál escribe peor, como si eso no importara, como si todo diera lo mismo. Produce una gran frustración tener la ilusión de que el periodismo, de que escribir, como cualquier otro oficio decente, también se puede hacer bien, sin mediocridad, para luego constatar que no, que para escribir solo hace falta creerse el cuento y ya.

Y cada vez que suceden cosas como esta, me acuerdo de una entrevista que le hice hace seis años al escritor peruano Fernando Iwasaki. En una de sus respuestas me citó al también escritor español César González-Ruano, quien solía rogar: «No le digas a mi mamá que soy periodista. Ella cree que toco el piano en una casa de putas». Si alguien se empeña en convertir una plataforma blog en una casa de putas, y el piano de la misma es su propia máquina de escribir o el teclado de su PC, ni siquiera tiene el derecho a pedir que le digan a su mamá que sí es periodista. «Ni Cristo que lo fundó», como quizás habría añadido González-Ruano.

Comentarios