Hace unos días, el escritor chileno Jorge Edwards compartió detalles de la investigación que lleva a cabo para su próxima novela, titulada, por el momento, «La muerte de Montaigne». A modo de abrebocas, Edwards contó una anécdota sobre Montaigne que ya está desarrollando en su novela y que transcribo textual: "(…). El caso es que Montaigne recibió una carta de una lectora y la lectora le dice que tenía 22 años – y el tenía 56 – pero que ella leyó sus ensayos cuando tenía 17 y le dice así: ‘quedé completamente traspuesta y desde entonces sólo pienso en usted y yo le quiero pedir que usted me adopte como hija de alianza’, no le dice hija adoptiva. Y entonces le da cita a Montaigne en París en donde ella está de visita porque es del campo también. Se sabe que Montaigne la fue a visitar. Se sabe que ella lo invitó a su casa de campo y que él anunció que iría por tres días y se sabe que él se quedó por cuatro meses. Y no se sabe si hubo una relación con esa chica, es posible que no, incluso. Pero hay una escena que esta escrita: él camina con ella por la orilla de un río en el campo; él le dice: ‘búscate un hombre de tu edad y déjate de soñar con viejos como yo’ y a ella le dio un ataque de rabia cuando él dijo eso y ella tenía un moño y se sacó el pinche con que se sujetaba el moño, una cosa de metal, y se pegó varias estocadas en el brazo, andaba sin mangas porque era verano, y entonces salió un chorro de sangre y se sabe que Montaigne la consoló. Ahora, ¿cómo la consoló?… Bueno, como yo soy un escritor que tengo esa manera conjetural, a ver si hago una conjetura de como fueron esos consuelos.«
Después del evento de Edwards, quedo en tomar un café con uno de mis mejores amigos, a quien llamaré “W” y quien me confesó, hace un par de años atrás, que se había enamorado perdidamente de una poeta argentina “a primera lectura”. Por supuesto, le divierte esta historia de la enamorada de Montaigne y me dice: “Lau, esas cosas pasan. De verdad que pasan. Pero cuando uno las cuenta queda como un loco. Ahora ¿por qué pasan? Yo no lo sé explicar.”
Lo cierto es que si en 1588, siglo XVI, una muchacha quedaba “traspuesta” con la obra ensayística de Montaigne, en este siglo XXI la cosa no ha cambiado y algunos escritores, sin pretenderlo y sin saberlo, provocan reacciones en sus lectores/as que van más allá de la admiración pasajera y distante. Hace bastante tiempo ya, me llegó una invitación para hacerme “fan” en uno de estos grupos que pululan por facebook y fue inevitable detenerme un instante antes de ignorar la invitación, porque el grupo consistía, nada más y nada menos, que en chicas enamoradas de un reconocido escritor. Por curiosidad, quise saber a cuántas ascendían las “enamoradas” y me sorprendí con la cifra: 136 muchachas derretidas.
Continúo en el bulloso café de la feria con “W”. Como él es medio fantasioso y le atrae la idea de lectores y lectoras enamorados de escritores y escritoras, comenzó a hacer una de sus tantas listas y por descarte terminó concluyendo que habría enloquecido de amor por la poeta chilena Teresa Willms Montt, si hubiesen vivido en la misma época, claro. Me parece lógico que piense así, sobre todo si tenemos en cuenta que la bella Teresa traía locos a todos los poetas de la bohemia madrileña, por allá por 1917, 18.
A “W” le gusta hablar de estos gajes románticos del oficio del escritor (sospecho que él desea secretamente lo mismo) y empieza a tirar de mi lengua y quiere a toda costa que le confiese de que escritor me “enamoraría” perdidamente y porqué. Se me ocurre una explicación posible a partir de un texto que leí hace diez años atrás, una columna, tal vez una entrevista, no estoy segura, del maestro Alfredo Iriarte en donde decía que su zona más erógena era el cerebro. Un buen escritor (sea poeta o narrador) logra cierto tono, cierto pulso, ciertos matices y muestra en su prosa (o lírica) ser sensible a quien lee o produce esa impresión benéfica de que además de contar algo, está presto a atender, es decir, crea un diálogo. Probablemente el mismo escritor no esté consciente de eso. Probablemente muchos no lleguen a percatarse de que están dejando una estela de “enamoradas” por ahí, a menos que ellas se hagan notar, como le sucedió a Montaigne con esa muchacha que le pedía ser su “hija de alianza”. La verdad es que la literatura es un mundo infinito de posibilidades: un narrador que seduce a la realidad con un lenguaje esmerado y personal, un poeta que es capaz de rescatar la belleza de un lugar insospechado, no son ajenos a muchas almas sensibles.
“W” es un poco más burdo para sus conclusiones y me dice, “sí, Lau, tiene razón. En este mundo dominado por el bisturí y la jeringa del bótox, es justo que la pluma gane algunas partidas”. Y al hilo me pide que no me haga la indiferente, que me tire a la piscina, que no le tema la ridículo romántico que es a la postre esta conversación salida de un amorío de Montaigne y que revele un posible amor literario. Acosada por su curiosidad termino cediendo. Le pido su libreta y le escribo en ella este trozo que sé de memoria desde que lo leí por primera vez: “y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro”. Le devuelvo la libreta a “W” y le digo que ahí está lo que me pide.