El último pasillo

Publicado el laurgar

Crónicas rodantes: un santo patrono

Hace casi diez años, cuando aún estaba en el colegio, tuve una manifestación divina en mi vida. Se me apareció un santo que desde entonces es mi santo patrono y se llama San Librario. Sí, tal vez están pensando que estoy loca y que este santo no figura en el santoral católico. Y es verdad, no figura, porque San Librario es una librería que está en Bogotá. Yo no la conozco. Tengo una foto que me mandó su dueño, Álvaro Castillo Granada, hace años ya. Y creo que tengo por ahí un separador, que, manteniendo la lógica católica, debería oficiar como estampita.

San Librario es una referencia casi obligada para los fetichistas de libros y los lectores apasionados y Álvaro Castillo, su fundador, es un personaje entrañable: un lector furibundo; un librero apasionado por su oficio; uno de los amigos que más quiero en la vida, porque ambos compartimos ese gusto solitario que es la lectura; porque en sus viajes a Chile, que han sido como tres, hemos vivido aventuras simpatiquísimas cazando libros que son joyas (primeras ediciones, libros firmados por sus reconocidos autores, etc) pero sobre todo, porque gracias a Álvaro descubrí una Colombia literaria que, estando en la lejanía, no habría podido encontrar sin su ayuda y sin su generosidad y sin la generosidad del santo patrono, como no, quien oficia de milagroso en este caso.

Porque además de librería, San Librario también es, desde hace unos años, una editorial independiente que publica poesía, cuento, ensayo y recopilaciones periodísticas de importantes autores colombianos, en unas ediciones delgaditas, como cuadernillos, preciosas, limpias. Perfectas para leer en el metro, por ejemplo. Perfectas para pasarse de estaciones o de paraderos. Ya perdí la cuenta de todas las veces que me he pasado de estación luego de que Álvaro me entrega alguna novedad, o bien me la hace llegar. Normalmente hago lo que no se debe hacer: me siento en el suelo del vagón y me embeleso de tal forma que sólo viene a sacarme del trance el parlante chillón advirtiendo que es la última estación y debo obligatoriamente “descender del tren”. Y eso siempre me pasa con un San Libario.

Ahora bien, desde hacía más o menos dos años esto no me pasaba, hasta hace un par de semanas. Álvaro me había anunciado, como casi siempre lo hace, que San Librario publicaría un libro titulado Cuando yo empezaba, con recopilaciones de textos del periodista chocoano Arnoldo Palacios. Confieso que yo no tenía ni idea de quien era Arnoldo Palacios, no lo había leído nunca y por lo mismo ataqué de inmediato el libro que el mismo Álvaro me hizo llegar, y me gustó muchísimo.

Una vez más el santo patrono me acompañaba en mis rodantes caminos. Lo malo es que me distraje de tal modo que olvidé que, además de bajarme en la estación Universidad de Chile para pagar allí unas cuentas, debía salir y caminar por una calle que se llama Ahumada y buscar a un amigo que debía entregarme de forma urgente unos documentos muy delicados para mi jefe. Pero no. Yo fui, pagué como robot las cuentas, me devolví en la dirección contraria, me senté en el suelo del vagón, y le dediqué mis ojos y atención al pequeño misal que me ofrecía el santo patrono y me olvidé de todo.

Lo que pasó después fue desastroso, claro. Me llegaron lluvias de regaños por despistada. Mi amigo me preguntaba furibundo por todos mis olvidos: por el celular que nunca contesté porque no lo llevaba conmigo, por el compromiso que teníamos, por las horas pactadas que no cumplí y provocaron un problema afortunadamente solucionable. Yo no sabía qué responderle y si le contestaba que un libro era el culpable su furia se redoblaría. Callé.
Cuando pasó el huracán que yo misma había desatado ya era hora de volver a casa, y con el culpable de mis despistes entre mis manos, me subí al bus, me senté en la última fila y, por supuesto, terminé de leerlo en otro barrio que no era precisamente el de mi casa.

Otra vez de vuelta. Otra parada. Otro bus. Esta vez ya no debo pasarme, ya leí el libro, pero durante el trayecto me vengo pensando en que las tantísimas veces que me he distraído en buses y metro ha sido por causa de los ‘sanlibrarios’. Aunque tampoco importa mucho esa coincidencia mientras me pueda seguir encomendando por muchos años más a mi santo pagano para recibir el milagro del descubrimiento alegre de un nuevo autor colombiano.

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A todos los que me escribieron y preguntaron por mi falta de actualización les pido me disculpen: a veces el tiempo se porta cruel y despidado. Y también les agradezco por sus cartas y comentarios.

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