Bueno, bienvenidos a esta, su serie de las crónicas rodantes. Los que no tenemos auto y que, supongo, somos la mayoría, tenemos que movernos en esas moles que toman nombres diversos en Latinoamérica: peceras en México, guaguas en Cuba, buses y busetas en Colombia, micros en Chile, colectivos en Argentina, y así. Además de los hacinamientos que se producen en las horas punta, codazos, manotazos, toqueteos y malos olores, el transporte público tiene otras caras: las caras de quienes lo usan.
A mí me gusta observar esas caras. Claro, lo hago discretamente para que mis observados no se den cuenta, de lo contrario van a pensar que soy una voyeur -mejor dicho: una voyeuse- loca o una entrometida. Me gustan las cosas que pasan, no, mejor dicho: me gustan las cosas que les pasan a los usuarios del transporte público mientras las moles ruedan por la ciudad y confieso que me aburre cuando tengo que ir en auto (o carro, como se dice en Colombia).
Debo aclarar, eso sí, que mi sentido del transporte cambió muchísimo cuando a Santiago llegó algo que yo suelo denominar “hijo bastardo del Transmilenio”, es decir, el “Transantiago”. Cuando salí de Colombia el Transmilenio ya existía y vagamente recuerdo que era aún incipiente su implementación en Bogotá.
En Chile, durante el gobierno de Ricardo Lagos Escobar, se puso en marcha el proyecto del Transantiago, inspirado completamente en el Transmilenio: para los santiaguinos este sería un sistema revolucionario que mejoraría muchísimo la calidad del transporte público de la capital. O al menos esos eran los optimistas cálculos.
Cuando don Ricardo se fue, la presidenta Michelle Bachelet recibió el proyecto y sólo quedaba ponerlo en marcha y fue así como el 10 de Febrero de 2007 se concretó la salida a las calles de los famosos buses orugados, que serían los troncales, más los buses pequeños que serían las conexiones.
Resultado: el caos. La ciudad no estaba preparada para ese nuevo sistema de transporte. Los antiguos buses y recorridos fueron completamente cambiados y de un día para otro los peatones nos vimos obligados a modificar drásticamente nuestras rutas y de tomar una sola micro para recorrer distancias grandes, terminamos tomando dos, tres y hasta cuatro. El metro colapsó porque todos nos volcamos a su uso. Si ya antes le sacábamos provecho a la conveniente forma de transporte de topos, con el Transantiago abusamos y el metro debió modificar también sus rutinas, tramos y horarios, pero aún así las personas no aguantaban el tremendo sofoco que producía el limitado espacio: hubo desmayos y accidentes por montones.
Durante las primeras semanas todo fue caos y congestión. No valió nada, ni siquiera que con un año de anticipación todos los medios de comunicación vomitaran una especie de informativo que preparaba a todos los santiaguinos para el uso del Transantiago; se trataba de un comercial en el que, con amabilidad y alegría, el jugador de fútbol Iván “Bam-Bam” Zamorano nos ofrecía a todos un sistema cómodo, seguro, amigable, etc. Al final hasta él recibió su dosis de furia colectiva, porque además del caos, el Transantiago trajo eso precisamente: furia, rabia, ira. Los santiaguinos sentían impotencia. Yo también y mucha.
Es que el antiguo sistema de transporte era, al menos para mí, perfecto. Claro, las micros eran unas enormes latas viejas pintadas de amarillo que traqueteaban como licuadoras moliendo hielo durante todo el trayecto y cuando atravesaban calles de adoquín pues uno sentía que el hígado se le iba a salir por la boca. Pero aún así, yo podía recorrer en un solo viaje el mismo trayecto que ahora debo hacer tomando dos o tres micros. Un poco insensato, pero al menos puedo compensarlo de otra forma.
Me explico: antes, cuando las micros eran esos armatostes, yo podía tomar un asiento del final, generalmente al lado de la ventanilla y me iba hacia el trabajo (como una hora de viaje desde mi casa en ese entonces) absorta mirando las calles. Edificios, edificios, edificios, restaurante, casa vieja, edificios, edificios, edificios, comisaría, carabinero controlando autos, perros jugando, edificios, edificios, edificios. Ese mismo “sonsonete” visual todos los días terminaba por aburrirme y aprendí a dominar la técnica del dormitar perfecto, es decir, me dormía apenas recostaba mi cabeza en el asiento y me despertaba justo unos metros antes de mi destino.
Con la llegada del Transantiago se acabaron los asientos libres, aunque fuesen al final del bus, y llegaron entonces las historias dentro del mismo bus. No sé si lo he visto todo, pero al menos sí creo haberlo visto casi todo. Desde lo más tierno, hasta lo más repulsivo. Cosas bobas y cosas importantes.
Hace un tiempo leí una especie de “ensayo-ficción” que se titula La ciudad imaginada de un escritor mexicano que me encanta y que se llama Alberto Chimal. En ese texto, Alberto se refiere a la masa, a la gente, como “la carne de la ciudad” y de hecho la reivindica. Devuelve su protagonismo a las personas, y digo “devuelve”, porque cuando hablamos de la ciudad nos referimos a todos sus edificios, avenidas, construcciones, puentes, vehículos, a todas esas particularidades físicas que por gigantes y también necesarias, nos esconden a nosotros, a los que poblamos la ciudad, a los que le damos vida. Pues bien, le pido prestada a Alberto esa definición para decir que “la carne de la ciudad”, cuando se pone en movimiento, simula el fluir de la sangre que es una forma de simular la vida misma.
Bueno y también “la carne de la ciudad” suele representar sobre el transporte público sus tragedias amorosas, pero eso ya se los contaré en la siguiente crónica de esta serie.
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Posdata: Por si no lo han visto, al costado derecho de este artículo se encuentra un enlace a la serie anterior “Gajes del inmigrante”, en donde encontrarán los enlaces a todos los artículos. Me siguen llegando muchos correos electrónicos de colombianos en el mundo que me cuentan sus gajes y que me preguntan si no seguiré publicando más testimonios. Además de agradecerles con estas palabras, también lo haré publicando cada cierto tiempo una selección de esos gajes; ya saben que me los pueden hacer llegar a [email protected]
Y, por supuesto, les deseo a todos los lectores unas felices fiestas desde El último pasillo del mundo.