El último pasillo

Publicado el laurgar

¡Ay!, los niños…

Muchas veces presencié, cuando era niña y caminaba de la mano de mi abuela, las típicas escenas de niños haciendo pataleta en la calle, o en el supermercado. Mi abuela se encendía y alegaba: «Eso pasa porque no les enseñan modales en la casa» y me tomaba fuerte la mano, orgullosa, porque allí iba yo, el producto de su educación amorosa, pero firme: la niña más bien portada de este mundo. No recuerdo nunca haber hecho pataletas en público, ni haber protestado con grosería. Y las veces que lo hice la pasé mal porque mi abuela era de las que pellizcaba y regañaba si uno se estaba portando mal, y si uno lloraba o reclamaba, ella remataba con una sentencia profética: «Mañana me lo va a agradecer, ¡carajo!»

Mi abuela también repetía ese refrán que dice que lo cortés no quita lo valiente, sostenía que no se debía confundir el temple con la grosería. Que no era lo mismo ser alguien bien plantado, a ser un grosero. Y que por muy enfurecida que anduviera, debía saludar, despedirme, responder, y cumplir todas y cada una de las normas de cortesía infinita. Varias veces me ha sucedido que, cuando me preguntan de dónde soy y respondo que colombiana, mi interlocutor chileno se maravilla: ¡Son tan educados los colombianos!, exclama. Y sonríe.

Lo más probable, también (y mi mamá lo corroboró mientras veía la noticia en la televisión), es que mi abuela hubiese reprobado terminantemente la actitud del DT Marcelo Bielsa (San Bielsa para muchos, por los milagritos que consiguió con la selección chilena de fútbol), quien casi, casi deja con la mano extendida al presidente Piñera en el acto de recepción de la selección de fútbol, en el palacio de La Moneda. Puedo imaginar a mi abuela – si hubiese visto esa noticia – diciendo: Eso no se hace, no. ¿Ven? – Y en ese momento le tira una mirada fulminante a mi abuelo – Eso pasa cuando no se les enseña educación de niños.

Y de esa forma mi abuela cumplió su misión y me convirtió en una niñita bien educada. De hecho, recuerdo ahora lo que me dijo un amigo – en broma – hace un tiempo: De lo puro educada eres aburrida. Yo, hasta hace poco, le agradecía a mi abuela, tal y como ella me lo había pronosticado, haberme «curado» de la grosería natural con la que vienen todos los niños. De esa actitud de animalitos que poseemos en esa edad en la que no tenemos mucha  conciencia del mundo, y la vida se resume en querer jugar y correr. Esa edad en la que consideramos que el pataleo es la única forma eficiente y eficaz para conseguir nuestros propósitos.

Con el tiempo he estado reconsiderando lo que mi abuela me enseñó. Todo comenzó en el subte de Buenos Aires, cuando un niño de unos tiernos, calculo yo, seis años, insistía en pintar mi abrigo blanco con su chupete azul. Y si yo me corría para que su manita no me alcanzara, se ponía rojo como tomate, gritaba y chillaba. Y su mamá, que lo llevaba sobre las piernas, ni se inmutaba. Seguramente le parecía gracioso.

Luego, en el verano de Buenos Aires, cuando los niños parecen multiplicarse en las calles, la situación del subte se repetía por todas partes con sus variantes: helados, gritos en mi oído, manitas que jalaban mi cabello, etc. Algo en mí se oponía ferozmente a mi exceso de  corrección política. Algo me decía que me faltaba carácter para enfrentar determinadas situaciones cotidianas.

Hace un par de meses estaba mirando y separando libros en una librería de viejo cercana a mi casa, cuando apareció una muchacha que, al menos en apariencia, tenía mi edad, y de su mano una niñita que, calculo yo, tendría unos cinco años, tal vez seis. Mientras la madre conversaba animadamente con el librero, la niña encontró buen pasatiempo en molestarme. Y, como suele suceder en estos casos, la mamá ni por enterada. No, corrijo, sí se daba por enterada pero se reía y se hacía la desentendida, y seguía conversando con su amigo. Al igual que en las películas, yo tenía en uno de mis hombros un angelito que me decía: Sé paciente, sé paciente, y concéntrate en buscar tu libro y un diablito que me decía: Anda y dile a la mamá de la niña que controle a su hija. Sólo que ni el ángel ni el diablito, porque ganó mi abuela y me fui sin decirle nada a la mamá de la niña.

Porque, seamos honestos: los niños no tienen la culpa en estos casos. A todos nos ha pasado alguna vez. Al menos alguna vez hemos viajado en el avión, acompañados por el niño que llora, grita, babea y patalea y nos hace infelices durante las horas de vuelo. Al menos una vez hemos estado en algún sitio en el que un niño prueba nuestra paciencia hasta límites insospechados por nosotros mismos. Pero la culpa no es del pequeño, no, la culpa es del adulto responsable de ese pequeño, del adulto que ya no pellizca como lo hacía mi abuela, que ya no regaña como lo hacía mi abuela, que al menos ya no pone un dulce tatequieto, como lo hacía mi abuelo, que era un señor mucho más moderado.

Lo único bueno que le encuentro a ese tipo de actitudes de los padres, basadas principalmente en hacerse el loco, es que esos niños serán los adultos que en el futuro reaccionarán de otra forma (y quisiera tener un día la oportunidad de ser testigo de esa reacción)  cuando una niña les aviente un libro sobre la cabeza mientras salen de una librería de viejo, y la mamá de la niña, como si fuera algo muy gracioso, les diga en tono de celebración: ¡Ay!, los niños…

CODA 1: Pido disculpas por la demora en actualizar el blog, y agradezco infinitamente todos los (muchos) correos que recibí de los atentos lectores.

CODA 2: Se acaba de publicar en la revista SoHo “La eterna parranda de Diomedes”, una tremenda crónica escrita por Alberto Salcedo Ramos. Cada nueva crónica de Alberto es una prueba de que, en el bello oficio del periodismo y en ese difícil género que es la crónica, él es “el más mijor” (Cantinflas dixit!)

SERIE «LA INFANCIA»

1. ¡Ay!, los niños…

2. De niños y besos…

3. Mi pequeño pretendiente…

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