Foto: detalle de Robert Walser.

Arturo Ríos no amaba hacer nada más en la vida que caminar. La primera vez que lo vimos en esa montaña donde nacimos nos pareció un niño como nosotros, pero un niño grande con sombrero raído y machete colgado al cinto. Nos trajo, en aquella visita, un balón amarillo que rescató de la corriente del Campoalegre y una pequeña muñeca ultrajada sin una pierna que todos miramos por un largo rato, estupefactos.

No simpatizaba con los perros que lo miraban siempre como a un desconocido y le gruñían en la noche como si no fueran a dejar de hacerlo nunca. Le ladraban e intentaban morderlo a traición, en vano, erizados como ante los espantos. Por más que le sentíamos, en el corredor, susurrando la oración para atraer la mansedumbre, estos animales no dejaban de desconfiar de él en ningún momento.

Una medianoche de Semana Santa despertó a toda la vieja casa con gritos extraños. Habló en una lengua que nadie entendió. Excepto el abuelo:

—Dice que vio una luz salir de la tierra, y a un hombre pequeño y verde salir con ella —dijo—. Ya no volverá a hablar lengua de cristianos.

Desde que adquirió, de súbito, esta lengua desconocida, no volvió a visitarnos. Un tío llegó una vez del pueblo a decirnos que lo había visto en un taller de orfebrería:

—Hace unas cosas muy lindas. En Santa Rosa todos hablan de su trabajo.

No le creímos. Seguíamos esperándolo salir del monte y cruzar el potrero hasta la casa con sus regalos del río.

Pero fue en vano. Un sábado en la tarde llegó una carta que nos decía que estaba hospitalizado hacía meses. Cuando caminaba por la larga carretera de vuelta al pueblo, una moto lo había atropellado. El motociclista resultó ileso; lloraba mucho, eso sí, según dijeron, desconsolado, por Arturo, quien fue llevado al hospital, pero no fue capaz de identificarse como humano. Intentaba, en su idioma de barro, decir que le dolían todos los huesos pero sólo causaba terror en las enfermeras. Hasta que un visitante fortuito lo reconoció y nos escribió.

Pocos días después de recibir la noticia, murió. Todos se pusieron muy serios. Los grandes se peinaron y se vistieron con ropa dominguera para el funeral. Los niños pudieron usar zapatos. Hacía años que nadie iba al pueblo entre semana. Yo me resistí a ir, como pude los convencí para quedarme encerrado con los perros, también tristes. Todo ese largo martes estuve con la mirada puesta en el camino solitario. No quise asistir al entierro de la infancia.

Albeiro Guiral
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