
Es el lenguaje la espada y la pared del poeta. Lo persigue y lo espera a la vez, animal enloquecido, y antes de que regrese la luz, lo hiere de muerte. La agonía puede tener la duración de la paloma o de la piedra; el aire, lo sabemos bien, lo intuimos como si nos perteneciera aquel desasosiego, se ofrece como tumba. Y el humo sube: la reducción del día. Todo se ha acabado sin dejar líquenes en los naranjos.
Aunque quisiera mezclar su ceniza con la de su padre, la sequedad de la tierra lamida por el viento se lo impediría. ¿Hay una esperanza para quien vio la muerte a sus ojos azules? ¿Hay algún consuelo para quien aborrece entrar a la tierra que lo escupió a la existencia?
Una amapola florece en la boca de su madre.
Se fugó de la muerte, se fugó del lenguaje. Lo arrastra lejos de nuestros ojos miserables la corriente del sueño.
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