
Ojalá el aborto dejara de ser un tema vigente. Ojalá nadie tuviese un embarazo no deseado para que los gobernantes de turno no se aprovecharan de este tema, y para que no se hicieran aun más notorias la falta de inteligencia y la doble moral de la gente provida que, en realidad, debería llamarse antiderechos o promuerte. En Colombia se dan casos indignantes donde no se respeta la vida de las mujeres, aunque sea muy claro que en este asunto tan político las decisiones sobre lo que va a suceder en los territorios de su cuerpo sean exclusivas de cada una de ellas, o de quienquiera que tenga un útero, a partir de sus propias circunstancias, deseos y necesidades.
A inicios de febrero de este año, un hombre de Popayán, de apellido Medina –al parecer diligente para engendrar embriones, pero no para concebir ideas– hizo público su propósito de frenar la convicción de su exnovia de no continuar su gestación. Ella se apegaba a una de las tres causales que contempla la Corte Constitucional colombiana para avalar el procedimiento: que la vida de la madre esté en riesgo ya sea física o mentalmente. ¿Cómo no iba a estar en riesgo física o mentalmente esta anónima y valiente mujer al lado de un tipo de esta calaña? Profamilia, una entidad privada, le ayudó en últimas a la mujer a hacer respetar sus derechos.
Medina, quien aún no era padre (todavía no lo es, ojalá nunca lo sea) se apegó a una falacia que al final le recordó que la joven, quien tampoco era madre aún, siempre había tenido la razón. Este defendía su pretensión de que la mujer debía continuar su embarazo al decir que el feto ya tenía un nombre (feto Juan Sebastián) y se le contaban siete meses de estar en medio de ese paréntesis entre la vida y la muerte, a pesar de ser una cosa no nacida. Una aborrecible masa sin más futuro que nosotros, los supuestos seres vivos a quienes se les ha concedido nacer en el país del uribismo.
De todos los comentarios que vi en redes sociales a propósito de este caso, el que considero más risible fue el que varios hombres profirieron, cada cual con sus propias palabras, y que se refería al hecho de que el feto Juan Sebastián debía seguir su camino hacia la oscuridad de este mundo, pues no tenía ninguna malformación, que es otra de las causales tenida en cuenta por la Corte para autorizar, en conjunto con la ya citada y con la de violación, la interrupción del embarazo. Tal vez no se dan cuenta de que con esta afirmación están evidenciando una hipocresía y una doble moral descomunales; afirman que un embrión debe alcanzar su madurez y llegar al nacimiento solo si está sano en totalidad. Es decir, ¿si esta no criatura que buceaba en la nada hubiera tenido una malformación, habrían estado de acuerdo con la mujer? ¿No catalogarían de crimen su derecho si aquello que tenía en las entrañas hubiese estado enfermo?
Esto último hizo pasar de inmediato por mi mente la perturbadora novela de Kenzaburo Oé, Una cuestión personal (Anagrama, 1989), donde, con una crueldad sin igual, este premio Nobel japonés cuenta la situación de Bird, un novato profesor de inglés que, al sentirse asfixiado por la cotidianidad y por su vida matrimonial, logra juntar dinero para irse a África a solas en busca de un renacimiento para su vida. Sin embargo, su ideal fracasa cuando su esposa le cuenta por teléfono lo inesperado: acaba de parir un bebé monstruoso, condenado no solo a la vida si no a la incertidumbre de su duración o de su permanencia vegetativa en el tiempo. Durante el transcurso de la novela, este hombre abandona a la mujer y a su hijo, en una muestra tremenda de egoísmo, hundiéndose en el alcohol y en el sexo con una vieja amiga, mientras intenta responder el interrogante que le abruma: ¿debe asumir su responsabilidad y renunciar al viaje de sus sueños o, en pro de este viaje mismo, debe matar al niño y abandonar a la madre? La respuesta que encuentra es sorprendente.
En Bird veo la doble moral de los hombres antiderechos, caracterizados porque no se muestran como realmente son: abyectos, despreciables, víctimas de su propia estupidez, seres obnubilados por su mísera visión capitalista –entiéndase consumista y obsoleta– de la vida ajena, es decir, de las mujeres. No se han dado cuenta de que el acto de engendrar no los convierte en padres y de que no tendrían ningún derecho, bajo ninguna circunstancia, de decidir por nadie. Abandonan a sus parejas apenas estas quedan embarazadas, promueven el aborto solo si el embarazo no se dio dentro de una relación oficial. Postulan la adopción como una salida para las mujeres que no quieren llegar a ser madres, pero desconocen que ser padres por la vía de la adopción es un procedimiento de restitución de derechos de niños y niñas que han sufrido golpes y violaciones por el monstruo de la vida, personas a quienes el Estado, bien o mal, intenta proteger y alejarles de sus propios progenitores, incapaces hasta de responder por sí mismos, y busca darles un hogar donde no solo les prometan, sino que en efecto les propicien salud, vivienda, educación, divertimento y alimentación de calidad; en fin, un hogar donde encuentren materializados en un ser o dos seres de carne y hueso, cualquiera sea su género, la vocación y el camino costoso y apremiante de ser padres de verdad. La adopción no es una acción de caridad, salvadores del mundo, es un fallo legal que no se da a favor de cualquier eunuco mental que la solicite.
Hombres incapaces de ser padres, que llaman aborto a la decisión de la mujer que quiere hacer respetar su propia vida, que sí está en curso: en tiempos en que el Centro Democrático está proyectando este tema como agenda electoral; si buscan la coherencia, háganle un favor al país y acudan a la premisa de Wittgenstein: callen al respecto de lo que no pueden hablar. La mitad de Colombia está trayendo hijos al mundo para que sean asesinados y metidos en fosas comunes, por culpa de la ambición de poder de los hijos que ustedes han decidido tener.