El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Morder la culata de los fusiles

¿Qué nos detiene para estremecer en lo profundo al país, para salir a buscar una remoción total de dirigentes, de manera que la vida pueda primar sobre el crimen?

Pancarta con el rostro de Jaime Pardo Leal. Archivo El Espectador.

Es muy cierto que Colombia es un país ingobernable y temible tanto como desorganizado, tal vez por la desolación en que ha consistido su historia y por la certeza de que el Estado no podrá satisfacer la ansiedad de obtener una vida digna, como anotó García Márquez en Por un país al alcance de los niños: «Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables» o, dicho de otro modo, por la seguridad de que la democracia es un fiasco, una hija de la clásica Atenas que nació muerta. Entre esa ingobernabilidad escatológica y repulsiva, nacida de nuestro pasado violento una y otra vez repetido, vivimos de la mano con una malicia sin parangón ―creatividad la llama el escritor― proveniente de los pueblos originarios que, ante la invasión española, tuvieron que inventar las fábulas más sugestivas para hacer perder a sus asesinos entre las selvas y cordilleras alucinadas.

Sin embargo, toda esa fuerza que en parte nos define, toda esa inteligencia y creatividad, las usamos para idear trampas increíbles, ardides casi ficcionales, para planear la violencia más atroz o acrecentar el beneficio propio por encima de otras personas y sus ideales y necesidades; las usamos para, según la tendencia contemporánea, celebrar la muerte ―o inclusive ocasionarla― de quienes no simpatizan con nuestra asunción de la realidad o de lo que entendemos por realidad.

Si dirigiéramos esa animadversión pendenciera, ese fastidio contra el poder que traemos acendrado, como un vino pútrido, en el corazón, y la malicia original que se viene cociendo durante un poco más de diecisiete mil años en nuestro territorio, hacia una resistencia y permanencia del Paro Nacional colombiano, quizás las actuales circunstancias serían diferentes. Pero, al parecer, necesitamos que nos digan qué días salir a marchar y qué días no; aceptamos una dirigencia retrógrada igual a la que buscamos conminar; hacemos tratos con la burocracia y consentimos sus protocolos para la desobediencia que, además, hemos llenado de recesos e intermitencias.

Hoy la pregunta de Bertolt Brecht tiene más vigencia que nunca: ¿Qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio? O tal vez debe ser que cuestionar las políticas enemigas de la vida, en todas sus manifestaciones, no se trata de lo obvio. Tal vez debe ser que sí necesitamos organización popular, porque desde El Bogotazo salimos a las calles desbocados y así de rápido como nuestro fuego se levanta, así mismo se apaga. O, quizá, pregunto, no sin cierto desasosiego y frustración, ¿la premisa de que no tenemos miedo, que hicimos famosa en los primeros días de paro, es solo una falsedad enardecida? ¿Sí tenemos miedo? ¿Caló en nuestro modo de ser el hecho de que después del asesinato de Gaitán, Colombia hubiera vivido treinta años en la pseudolegalidad del estado de sitio, que fue reemplazada, después de 1991, por el ejercicio paramilitar? ¿El terror nos habita desde que, entre mayo de 1984 y diciembre de 2002, fueran asesinados 4.153 integrantes de la UP, como anota el Centro de Memoria Histórica? ¿Qué nos detiene para estremecer en lo profundo al país, para salir a buscar una remoción total de dirigentes, de manera que la vida pueda primar sobre el crimen?

Necesitamos ir del mismo lado, y este no es hacia las fauces del Estado indolente y macabro ni a favor de la democracia falaz. Necesitamos sacarnos verdaderamente el miedo del corazón, aún más en estos momentos en que el ejército lamenta la muerte de los sicarios, cuando no se ha pronunciado en décadas ni siquiera acerca del asesinato sistemático de activistas, que viene ocurriendo desde los años 80 y que, según Pacifista, un medio que tiene un triste pero necesario contador de nuestra tragedia, «cada cuatro días matan un líder social en el país».

Por mi parte, ante la zozobra de nuestros días, ante el hecho de que la vida es apenas una estadística, y en el caso de que se terminara de consumar el horror y no ocurriera el milagro social que nos hiciera despertar, solo podría abocarme a las palabras de Rimbaud en su introducción a Una temporada en el infierno: «Llamé a los verdugos para morder, agonizando, la culata de los fusiles. Invoqué las plagas para ahogarme con la arena, la sangre».

Jamás estaré del lado de los asesinos ni de quienes los festejan con ceguedad, jamás tenderé mi mano a los violentos de cualquier índole, ni menos a los civiles que accionen un arma contra sus iguales ni, mucho menos, a quienes les aplauden cuando nunca serían capaces de empuñar, ni siquiera, las riendas de sus propias vidas.

@amguiral en Twitter

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