El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Melodía humana

Foto: Sara Gaviria Piedrahíta.
Foto: Saragapi.

Algunas anotaciones sobre la poesía en los tiempos que corren

Tengo la impresión de que no podría vivir sin poesía aunque nunca haya vivido de ella. Es decir, creo, como Baudelaire, que «todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía», pero entiendo que hay que ser profesor (en el peor de los casos) para poder ser poeta. Del mismo modo no imagino un día en que no me visite un símbolo de lo perdido y me deje sembrado de nostalgias. Un momento en que no sienta que mis manos no son capaces de detenerse en las cosas. Una persona que no me haga una pregunta nueva y fatal con sus ojos desprevenidos. Y esa impresión nace asimismo de la pregunta que tal vez nadie vea en mis ojos de peatón: ¿para qué sirve la poesía? ¿Sirve para algo?

Porque mi inclinación a buscarle validez a los actos propios en su nivel de correspondencia con la dignidad humana, me ha hecho desembocar en la triste idea de que una persona activamente política es aquella que obra bien. Imagínense cómo podría uno interpretar esto: obrar bien. De manera que la respuesta parecería saltar a la vista: escribir poesía sería fútil si su foco no estuviera en la denuncia, en lo social. Y poetas como Giovanni Quessep, en ese sentido, edificando imágenes con gerifaltes, duendes, esfinges, jardines encantados, estarían perdiendo su tiempo. Sin embargo, evocando mis primeros años de juventud, cuando me cuestioné así por primera vez, comprendí gracias a este tipo de poetas que ya el hecho de decidir escribir poesía, aunque anacrónica, indiferente si se quiere, con el entorno inmediato, era una digna posición política. Una apuesta valiente por la resistencia, por la resistencia de espíritu. Por otro lado, se sabe que en este  país el romance entre poesía y poder no ha dejado nada bueno. Basta mirar, aunque sea de reojo, el ejemplo de Belisario Betancur o el de Guillermo Valencia y su linaje.

Pero, para no exceder los linderos iniciales, hablemos ahora de la imposibilidad de definir la esencia del acto poético. ¿Qué es poesía? Se preguntaba Barba Jacob en su «Canción en la alegría», y respondía: El pensamiento divino/ hecho melodía humana. Por lo divino, en su caso, podríamos entender, lo apolíneo traducido a lo báquico.  La agudeza, tal vez. La cordura excesiva, por lo mismo ininteligible, mas no tenida en cuenta como la incomprensión de los románticos, sino como la búsqueda del ideal para vencer el hastío por parte de los simbolistas. Pessoa, por ejemplo, pensaba, y es muy conocido el verso, que «El poeta es un fingidor». Esa capacidad de fingir tanto «el dolor que en verdad siente» lo hacía distraer a la razón, enmascararse, traducir las fragmentaciones psíquicas más arraigadas, que los antiguos traducían en dioses, en heterónimos, volver al panteísmo de manera consciente. Gonzalo Rojas, tan cercano a nosotros, escribió que los verdaderos poetas «apuestan/ a ser, únicamente a ser»… Y que Rimbaud los encendía cuando avisaba que había sido fundada la eternidad. «Pero la Eternidad es esto mismo». Definir la poesía es bello en sí mismo porque es imposible. Podríamos decir siempre lo que no es pero nunca lo que es.

Una certeza sí tenemos, en contravía de los académicos: la poesía no es, ni tiene, un género, y cada día deja de ser un oficio solitario. En Colombia, en realidad, con muy pocas excepciones, ha sido un asunto de la soledad. Este ha sido y sigue siendo un país de grupos, de filias al parecer con fobias congénitas. La gruta simbólica, Los piedracielistas, Los nuevos, la generación de Mito, en fin, han mutado y hoy cuando se cree que los poetas son ínsulas, dejan ver sus esquirlas, su herencia de indeseable sectarismo. Pese a esto, los hacedores de versos, tan parecidos en otros tiempos a los taxidermistas, tan renuentes a lo práctico, se empiezan a acercar cada vez más a las nuevas formas de escribir: los talleres, las carreras de creación literaria, las escuelas de escrituras creativas. Lo que significa que, no en todos los casos, claro, entienden que se necesitan unos a otros. Que los espacios de diálogo, el debate, el cuestionamiento de las ideas en la esfera pública, son tan saludables tanto para la paz como para la poesía.

Para ir concluyendo, dedicarse a la escritura de versos en los tiempos que corren, cuando el prefijo «pos» se impone a la verdad, por desgracia, y al conflicto, si los númenes están de nuestro lado, es una decisión más vigente que nunca. Una necesidad social. Necesitamos más poetas, aunque a veces hagan tanta algazara los pocos que ya hay; necesitamos que se imagine, se cante, se funde y se celebre más. Necesitamos que se vuelva a creer de nuevo en la palabra, que la letra escrita recobre el valor que nos hemos dejado arrebatar.

Le vendría bien el ditirambo a un país tan dividido como este, las palabras que inventan los poetas a una sociedad que dejó de creer en los discursos reutilizados por los políticos. Permitamos que la poesía vuelva  a las casas, que inunde los parques no sólo en la época de festivales, que se trueque de nuevo por amor o pan. Busquémosla en los viejos anaqueles, en las hemerotecas, pero también en los blogs, en las revistas virtuales. Que se reemplacen por poemas las armas que deje la beligerancia.

Dejemos que sigan los poetas tendiéndose en la hierba «con una espiga entre los dientes,/ mirando las nubes», como bien lo anotó Szymborska, porque «Después de cada guerra/ alguien tiene que limpiar».

@amguiral

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