El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Matar la esperanza

En vísperas de elecciones, estas palabras que quieren reclamar la memoria.

El Palacio de Justicia. Foto: emaze.com.
El Palacio de Justicia. Foto: emaze.com.

El Palacio de Justicia colombiano fue tomado en 1985 bajo la intelectualidad de tres hombres principales: Luis Otero, el tejedor de la toma de la Embajada de República Dominicana; Andrés Almarales, abogado, sindicalista ejemplar del M-19, y Alfonso Jacquin, constitucionalista de gran fama y reputación en el grupo. De la vida amorosa de este último trata la novela Las horas secretas de Ana María Jaramillo. La escritora se basa en la sencillez y en el colorido de la personalidad del hombre como tal y de la paranoia del guerrillero para conjuntar la expresión más grande de libertad.

La escritora pereirana no construyó una narrativa interesada por la denuncia. Su respuesta a la expectativa del lector es estética y, por dirigirse a la defensa del pueblo que «aplaudía cada vez que el ejército tenía que retroceder» (68), se hace asimismo política. La novela toma como pretexto a un personaje real, allana la imaginación y la autobiografía en una búsqueda de ampliar la psicología del personaje y su causa, para desenmarañar una angustia humana general. Esto, a mi modo de ver, constituye la razón de ser de la literatura: contar una historia más verosímil cuando estamos inconformes con la que cuenta la clase dominante, los libros de texto y las élites simbólicas. Nos queda la sensación de que la historia que se hace desde y con la literatura es la verdadera, por ser verosímil. Porque la verdad en Colombia no es verosímil siquiera.

¿Qué importa, diríamos, la vida sentimental de un sujeto en vísperas de su muerte, un día que signaría la vida del país, que es a primera vista la temática del libro de Ana María Jaramillo? Importa porque es la conjetura más cercana a la sensibilidad de quienes buscamos claridad sobre lo ocurrido, porque es oscura el habla del infortunio.

Así como la literatura colombiana, después de La Violencia, empezó a ser verdaderamente colombiana; después de la retoma del Palacio de Justicia, adquirió, por primera vez en su paisaje, la más alta cuota de preocupación por el ser humano. Antes de la aparición de La Violencia, la literatura colombiana jugaba a lo inverosímil, pero se hizo nuestra cuando ese desequilibrio nos rasguñó la historia, e irónicamente dejó de serlo cuando el crimen de Estado la consumió, desperdigando por los aires sus amargas cenizas.

Nuestros padres consiguieron dormir a pesar de saber que el país estaba en llamas. Durmieron por décadas, olvidaron. Solo unos cuantos salieron a las calles y se hicieron matar.

Nos urgen más novelistas como Ana María Jaramillo, que no se dejen manipular por los sistemas editoriales ni políticos, ni mucho menos por su propio sistema de valores, ni por el sistema natural de la escritura. Necesitamos novelistas que redescubran, en la historia, la verdadera literatura, porque, de lo contrario, asistiríamos a un suicidio moral colectivo. No solo eso, necesitamos una mujer o un hombre por cada familia en Colombia que adquiera el arte sencillo de matar la esperanza. Hay que demolerla para edificar lo tangible: el futuro es apenas un espectáculo de nubes que cambian de forma constantemente y sin ritmo alguno, el pasado es un cerco de fuego devorante. El presente es para actuar.

Podemos seguir muriéndonos de rencor, se puede aprobar la tristeza en la mirada como un símbolo de la discriminación. Los medios de comunicación se pueden ahogar en especulaciones, los políticos tradicionalistas pueden seguir dándonos de comer nuestras propias excrecencias. Podemos recurrir al canibalismo para que no digan que morimos de hambre sino de antropofagia desesperada, pero ya no podemos seguir indiferentes.

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Referencias:

Jaramillo, Ana María. Las horas secretas. México: Ediciones Sin Nombre, 2003.

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