El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

La Madre del Castillo y el dictado del diablo

Una semblanza de Francisca Josefa del Castillo, considerada la primera poeta colombiana.

Delirio de las monjas muertas, Juan Antonio Roda, 1973.

Deidad terrible la mujer desnuda, terrible porque así es omnipotente.
J.M. Vargas Vila, «Flor de fango»

Si se quisiera hacer un esbozo de las poetas precursoras de la poesía colombiana, a tiempo y a destiempo, sin la pretensión de establecer similitudes entre ellas o trazar diferencias o apegarse a sutilezas para envilecer sus versos, resultaría indispensable empezar por Francisca Josefa del Castillo y Guevara o la Madre del Castillo. Sin desconocer su devoción por Santa Teresa de Jesús y Sor Juana Inés de la Cruz, con quienes la han comparado sin acertar, y sin olvidar dentro de la colonia granadina a Juan de Castellanos, Hernando Domínguez Camargo, Pedro de Solís y Valenzuela (autor de «El desierto prodigioso y el prodigio de desierto», tal vez la primera novela escrita en español de este lado del mar), sus inmediatos antecesores, y a Francisco Álvarez de Velasco y Zorrilla, su quevedesco colega, y sin olvidar, por supuesto, que la poesía en lenguas originarias era vasta pero apenas un manojo sobreviviente de esta nos llegó en el siglo XIX pasado por el filtro de las transcripciones y del injusto acomodo de los ideales solares a la conveniencia de la religión Católica, podríamos decir que la Madre del Castillo es la primera poeta colombiana, mejor dicho: la primera persona en escribir poesía en español en lo que hoy se llama Colombia.

Nace y muere en Tunja (1671-1742). Vivió 53 de sus 71 años en el convento de Las Clarisas, en una celda con ventana a la capilla y al huerto, un lugar que no estuvo exento de las visitas de espíritus maléficos que intentaban, y lo lograban, pervertir a las monjas con sus caricias oscuras, y que tampoco pudo mantener las puertas cerradas a los ángeles lésbicos de ojos de oliva cuyos susurros provocaban la iluminación. Tal vez estas mujeres querían apartarse del mundanal ruido pero olvidaron que lo llevaban dentro, y creyeron que los hábitos eran un escudo contra el demonio pero se percataron tarde de cómo este los lucía y sabía llevarlos con tal reverencia. Lo cierto es que así, entre esta algazara, la Madre del Castillo logró construir una obra literaria por encargo y bajo vigilancia de sus editores, es decir, de sus confesores.

En 1694, el mismo año en que hizo su profesión de monja, Francisco de Herrera, su confesor de entonces, le ordenó escribir los sentimientos que el señor le inspiraba, y así fue cómo empezaron a construirse los «Afectos espirituales» que sólo fueron publicados en su primera parte hasta 1843 por su sobrino, Antonio María del Castillo y Alarcón, a quien debemos el conocimiento de la vida y obra de la poeta, con el nombre de «Sentimientos espirituales», en la imprenta de Bruno Espinosa de los Monteros. Apenas en 1942, año en que Barba Jacob nos recordaba que era una llama al viento, y Colombia ya empezaba a ser esta región encenizada que con vergüenza conocemos, se editó su autobiografía, que llamaron «Su Vida», y las dos partes de los «Afectos».

Y son estos últimos los que la llevan a tener su lugar dentro de la literatura religiosa de la colonia y donde, de una manera aleatoria, enrevesada, desperdigada entre las exhortaciones y las aserciones propias de una madre superiora, o de una madre a secas que pareciera reprenderse a sí misma la mayoría de las veces, aparece su poesía. El «Afecto 8» es aquel que deja ver en primera instancia la cara del verso dentro del libro, y lo hace después de que la monja reconoce no querer su vida al haber encontrado el amor en lo divino, y lo presenta como un sentimiento, o no sé yo qué, que resulta de la comunión:

Fénix, el alma se abrasa
del Sacramento al ardor,
para que muriendo así,
reviva a tan dulce sol.

Cante la gloria si muere,
pues en tan dulce dolor
descanza en paz, en quien es
centro ya del corazón.

Publique su muerte al mundo
el silencio de su voz,
para que viva en olvido
la memoria que murió.

Cerró los ojos el alma
a los rayos de este sol,
y ya vive a mejor luz
después que desfalleció.

Hacen clamor los sentidos,
sentidos de su dolor,
porque ellos pierden la vida
que ella muriendo ganó.

Se trata de una letra, como ella la llamaba, que nos recuerda al célebre «Vivo sin vivir en mí» de Santa Teresa, porque se hacía necesaria una experiencia espiritual que rebasara las alucinaciones de la celda, del cuerpo, y excediera los límites de la naturaleza para despojarse de lo humano y renunciar a la carne. Sin embargo, su poema más reconocido es el «Afecto 45» («Deliquios del divino amor en el corazón de la criatura, y en las agonías del huerto») que esta vez tiene fuertes matices de San Juan de la Cruz en sus momentos de mayor exaltación:

El habla delicada
Del amante que estimo,
Miel y leche destila
Entre rosas y lirios.

Su melíflua palabra
Corta como rocío,
Y con ella florece
El corazón marchito.

Tan suave se introduce
Su delicado silbo,
Que duda el corazón
Si es el corazón mismo.

Tan eficaz persuade,
Que cual fuego encendido
Derrite como cera
Los montes y los riscos.

Tan fuerte y tan sonoro
Es su aliento divino,
Que resucita muertos,
Y despierta dormidos.

Tan duce y tan suave
Se percibe al oído,
Que alegra de los huesos
Aun lo más escondido.

***

Al monte de la mirra
He de hacer mi camino,
Con tan ligeros pasos
Que iguale al cervatillo.

Mas ¡ay Dios!, que mi Amado
Al huerto ha descendido,
Y como árbol de mirra
Suda el licor más primo.

De bálsamo es mi Amado,
Apretado racimo
De las viñas de Engadi:
El amor le ha cogido.

De su cabeza el pelo,
Aunque ella es oro fino,
Difusamente baja
De penas a un abismo.

El rigor de la noche
Le da color sombrío,
Y gotas de hielo
Le llenan de rocío.

¿Quién pudo hacer, ¡ay Cielo!
Temer a mi querido?
Que huye el aliento y queda
En un mortal deliquio.

Rojas las azucenas
De sus labios divinos
Mirra amarga destilan
En su color marchitos.

Huye, aquilo, ven, austro,
Sopla en el huerto mío,
Las eras de las flores
Den su olor escogido.

Sopla más favorable
Amado vientecillo,
Den su olor las aromas,
Las rosas y los lirios.

Mas ¡ay!, que si sus luces
De fuego y llamas hizo
Hará dejar su aliento
El corazón herido.


Sor Josefa del Castillo. Colección Banco de la República (Colombia).

No nos mintamos, la religiosa nos dejó muy pocos versos y tal vez este «Afecto» sea el que mejor nos dé una idea de su acercamiento a la poesía. Que entren otros a juzgar en los terrenos del dolor, que otros, si sobreviven a las imprecaciones de su prosa, y a su olor de incienso, escojan alguna chispa poética o alguna iridiscencia importante, y la salven al dignificarla en la memoria, como esta, tomada del «Afecto 86», permeada tal vez por la Biblia que leía en latín, un fragmento de su prosa sepulcral por donde la poesía logra filtrarse como agua desesperada:

Todas las cosas tienen su tiempo, y pasan en espacio debajo del cielo; no estimes, pues, como eternas las cosas que pasan; no te abraces de la corriente del río. El tiempo de nacer pasa, y el tiempo de morir pasa también; pasa el tiempo de reír, y el tiempo de llorar. No te arrimes, pues, a la rueda del tiempo, que a cada paso caerás, porque a cada paso se muda la figura de este mundo.

Toda su vida Francisca Josefa dudó, tal vez se arrimó demasiado a la rueda del tiempo. Intentó quemar sus manuscritos en varias ocasiones acosada por no saber si eran hijos de Dios o del Diablo. Sus confesores, quienes como sabemos ejercían gran poder sobre ella, le pedían que separara su experiencia terrena, que podríamos resumir en la ocasión en que entró a su madre parapléjica al convento para cuidarla hasta su entierro, y en los deseos que se tragara la oscuridad de su celda, de su experiencia mística. Le pedían, en concreto, que no escribiera sobre su vida, sino sobre el anhelo de morir para encontrarse con el Amado, y la mera contemplación de que aquel no existiera le causaba escalofríos, alucinaciones que, por fortuna para nosotros, traducía en metáforas.

Difícil preguntarse y peor responder por la mística. Más si creemos que no hay que morir por no morir si la vida es una muerte lenta y dolorosa, donde todo aquello que logremos arrebatarle, una imagen siquiera, es un botín de guerra. En comparación con la Madre del Castillo ¿qué son todos los poetas sino maestros de la duda? Se preguntarán si escribir poesía es o no es lo correcto, o la escribirán sin preguntarse nada, y no dejarán de perseguirla sin importar que sea un dictado de Dios o del Diablo.

Este texto fue publicado originalmente en la revista de poesía Otro páramo.

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Bibliografía
Castillo y Guevara, F. J. (1968). Obras Completas. Bogotá: Banco de la República.

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