Foto por el autor.

Uno es, en definitiva, lo que ha leído. Uno es la suma de los autores con quienes ha conversado de manera atemporal, con quienes ha construido una amistad verdadera a pesar de que cada uno está muerto para el otro. Y, asimismo, uno es lo que ha caminado, uno es todos los caminos por los que ha derivado sobre la tierra. La historia de los caminos es la nuestra; así como se divaga por un libro que no fue escrito para uno, sino para todos y para nadie, como sentenciara Nietzsche como epígrafe de su Zaratustra, también se va por caminos que otrora se trazaron para gentes que ya no están; caminamos por páginas y caminos reescribiendo con nuestras huellas, vamos haciendo un palimpsesto para otros, que aún no son.

En mi caso, apenas me fui de mi tierra, empecé a construir, sin saberlo, una poética del regreso. Para paliar el dolor de estar lejos de lo que amo, y de quienes amo, me fui acercando a autores que intentaron regresar por la vía de la escritura. El primer autor en conmoverme, en ese sentido, fue Robert Walser, como todo lector de este blog sabrá, como toda amiga mía bien sabe. El autor de El Paseo celebraba el hecho de caminar con tanta claridad, amor y luz, que me contagiaba en cierto grado de esperanza, me hacía creer que una literatura feliz era posible, a pesar del dolor que era germen de la obra de este autor entrañable.

Luego llegó a mis manos Amapola y memoria. Paul Celan de entrada se convirtió para mí en un poeta esencial. Su dolor, con creces mayor, se me figuró hermano del mío. Él lo había perdido todo por culpa del nazismo; yo empezaba a perderlo por el asedio de los paramilitares. Su dictamen la poesía es una forma de regreso a casa se convirtió para mí en la premisa de mi vida. Creí por esa época que la poesía era la salvación, el regreso verdadero, la fe, pero cayó sobre mí al fin la aclaración de Adorno: No se puede escribir poesía después de Auschwitz.

Caminando más por la vida, me embarqué, atónito, en el redescubrimiento de La Odisea. De joven, no había sido amigo de la literatura griega -me repele hasta la náusea el helenismo-, pero esta vez me dejé llevar por las olas que hacían a Ulises prisionero. En su tenacidad y artilugios, en su voluntad inquebrantable, en su amor por los suyos, creí yo encontrar las claves del regreso, la luz del regreso, a la que tan bellamente Homero se refiere en los primeros cantos. La luz, a la que queremos regresar, y la misma que nos guía mientras volvemos.

Sin embargo, hoy que vuelvo a casa después de once años, me doy cuenta de que regresar siempre había sido imposible para mí. Me había sido negado desde el principio. Ítaca ya no es lo que era pues, aunque Penélope viajó y volvió conmigo, mi madre ya no está. Mi madre, por quien me sentía vivo, el ser más bello sobre la tierra, la persona que me lo dio todo, incluso la escritura… Ha vuelto a ser ángel. En aquel abril de 2012 me había ido para siempre. Nunca se vuelve, porque como tan bien lamentó Lorca, otro autor adorado de mi poética truncada: yo ya no soy yo, / ni mi casa es ya mi casa.

¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?

 

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