Una profundísima necesidad de volver a lo que ya no existe. De repente la infancia, la juventud, la felicidad en sí misma y hasta la familia, desaparecen.

En la tarde del sábado 15 de octubre de 2011, cuando se presentó ante los demás invitados al evento en aquel pequeño municipio, la mayoría coincidió en no haber escuchado hablar nunca sobre su pueblo natal. Por más que quiso explicar su localización, no hubo nadie que dijera conocerlo. Lo impresionante para él fue que personas de lugares vecinos se quedaran en silencio, pues no había por qué culpar de aquel desconocimiento a los asistentes venidos de regiones lejanas del país.
Ya en la noche, con los compañeros de habitación, lo buscaron en Internet. Partidas, escribieron. Desilusionado vio que los motores de búsqueda no arrojaban resultados. Intentaron de nuevo en mapas y diccionarios turísticos, pero todo fue en vano. Los demás no le dieron importancia a su preocupación; alguno preparó café, otro hablaba sobre la comida y la atención del hotel, hasta que llegaron el ron, las anécdotas y las risas. Entonces olvidó el asunto.
Cuando el evento terminó, partió emocionado hacia la terminal de transportes. De llegada, se le veía nervioso e inclusive tenía el prejuicio de que se iban a reír de él cuando quisiera viajar a Partidas. Compró un café y lo sorbió con lentitud. Dilataba la espera por la sospecha de lo inevitable. Cuando se acercó a los conductores para comprar el tiquete, a pesar de que creyó que lo reconocerían –al haberlo visto en los buses por más de seis años– le dijeron que no sabían cuál era aquel lugar al que quería ir.
Anduvo por la mayoría de empresas de transporte preguntando cómo regresar pero nadie le supo ayudar. Así que compró un pasaje para Manizales, ciudad que está después de su pueblo. Apenas pase por ahí, se dijo, me bajo y ya, fácil.
El paisaje era el mismo. La ruta era igual. No pasaba nada, no podía pasar nada. Cuando el bus empezó su recorrido habitual su pecho respiró tranquilo. Al cruzar los últimos kilómetros, antes de ver las primeras casas de teja de barro, como había estado acostumbrado desde niño, se echó a reír. Sin embargo, cuando vio aparecer el rostro de una ciudad envuelta en la niebla y coronada por la torre de una catedral entre el frío, se dio cuenta de que se hallaba en una encrucijada inexplicable. Llegó a Manizales y quiso saber si desde allí era más sencillo regresar. Ante el fracaso de su iniciativa, hizo el mismo recorrido de vuelta. Su sorpresa fue peor cuando, creyendo estar entrando por la calle principal de Partidas, volvió a la terminal de donde había salido. En el lugar en que había estado su pueblo natal no había ni siquiera un vacío.
Descompensado y hambriento abordó un bus a la ciudad donde vive hoy. En la mitad del trayecto, lo despertó una llamada. En la pantalla aparecía el número de su madre y su rostro amado. El teléfono timbró una, dos, tres veces. Silencioso lo apagó y lo arrojó por la ventana. ¿Para qué contestar? Era mejor así: empezar a vivir sin procedencia y sin pasado.