El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Inauguración del frío

Vas a saber qué es el frío cuando el aire de Bogotá te queme los pulmones y te derruya los huesos.

Mural en la Plaza de la Concordia en Bogotá. Foto de Albeiro Montoya Guiral.

 

DIARIOS DE EXTRAVÍO

Alba López

Bogotá

I

1995

Vos no sabes qué es el frío hasta que escuchas por primera vez la palabra desplazada. Hasta que tomas un bus en la terminal de Pereira con rumbo a Bogotá y te encuentras en mitad de la noche escuchando los gallos en el pasillo que no son, lastimosamente, los mismos que anunciaban el amanecer en la casa materna. Vos no sabes qué es el presentimiento de la soledad hasta que te encuentras llorando para que te dejen salir a vomitar en lo más alto de los Andes: oíste, home, te vomitaste en la silla, nos vamos a tener que aguantar tu olor. Qué berraquera con esta culicagada. Don, decíle que se calle, pues, quién duerme con ese sonsonetico.

Una persona desplazada se reconoce porque trae el sol seco en la piel, porque la lluvia se ha desmayado sobre su blusa de flores diminutas. Una desplazada se ha vencido a sí misma pero no lo sabe, se cree derrotada por el tiempo. El tiempo empeora las huidas y este tipo de personas lo sabe. Desplazada por la violencia. No. Desplazada por los violentos. La violencia es el sobrenombre del abuso del poder. Del abuso que lleva al poder. Arrancada del sueño. Alba de medianoche. Niña que pierde a sus amigas imaginarias ―la última en caer en el olvido se parecía a la abuela cuando era joven pero no llora, como ella, cuando le sube el fuego por las piernas como una enredadera inocente―.

Lo has vomitado todo, incluso el corazón. Estás vacía, has arrojado hasta las vísceras a la noche curveada, mareante. Ni en el sueño habías encontrado tanto desconcierto. Ni en el sueño había aparecido tan de súbito la crueldad: ver llegar a tu padre a la finca, a quien hace años no veías, a decirte a vos que recogieras todas tus cosas, es decir, todas tus carencias, mientras que él le ayudaba a mamá a contener las lágrimas unos días más mientras escapaban de su propia tierra a un lugar lejano, encumbrado.

Vomitar se trata de reconocer que no tienes alma. Vomitar es asumir que cuando mueras serás un perro que se descompone a la intemperie. El aguasal se acaba en el estómago, sube solo el jugo gástrico a la garganta, los arroces ácidos se estancan en la laringe, emerge lava de las glándulas lagrimales y una avalancha arrasa, a su paso, el pueblo que duerme en las riberas de tu pecho.

El jeep está en el patio sin apagar su motor. Sus farolas iluminan la tristeza. Los perros tampoco entienden lo que sucede, ladran con desesperación. Luego irán detrás del carro que se alejará cada vez más de su olfato y de su corta memoria. Y vos lloras los perros, lloras ese patio sembrado de mirtos y de astromelias, lloras el camino que da a los cafetales, lloras el orozul sembrado al pie del baño y los sapos que duermen en el pasto siempre húmedo de niebla o de rocío. Lloras la pérdida repentina hasta que lo último que queda de ella lo concentras en el estómago y lo vomitas en lo más alto de La Línea.

Llorar puede ser un hábito. Un cuchillo que va y viene sobre una cebolla que se reinventa cada mañana. Una aguja que, por distracción, se te entierra en el pulgar, donde la sangre se atrofia en el tejido. Vidahijueputa, home. Llorar es el único conejo que nació muerto y que era un regalo de tu tío. El gato negro discriminado por los vecinos y envenenado tantas veces, hasta cuando en el séptimo día entra a la cocina y se trepa en el fogón para saludarte con un maullido triunfal. La manera como se lame las garras que han vencido la muerte te hace sonreír.

Pero también lloras al abuelo que se queda en el patio sin siquiera despedirse con la mano, lo lloras porque sabes que decidió quedarse solo en el lugar donde lo amaste, hasta que venga por él la muerte de perder la tierra. Su sonrisa será lo único que recuerdes de ahí en adelante y su sonrisa será lo único que te hará recordar ese llanto y ese vómito.

Ser abuelo consiste en lo siguiente: tienes ochenta y dos años y cada día, con exactitud a las cinco de la tarde, cuando las loras cruzan el horizonte y los demás  recolectores de café se pisan la sombra, emprendes el camino de subida a la casa con un bulto de siete arrobas a cuestas que destila la miel del café pasado por la lluvia, caes a veces y tus rodillas te parecen tristes pezuñas en el barro, oyes el estertor del mundo que se apaga, llueve sobre tu raído sombrero barbisio. Ser abuelo consiste en que una noche te abandonan y sabes que es el fin.

Alba, este es el sur, te dicen. Vos no vas a saber qué es la frialdad hasta esa mañana en que sientas que el aire es hielo y polvo, y te quema los pulmones y te derruye los huesos. Esta es Bogotá, mi niña. Es como el Nevado que estaba enfrente de casa, pero apagado y gris y lleno de personas que pasan en bicicletas, y de hombres y mujeres que se agolpan en los andenes para esperar un bus que los lleve a donde van a  morir la vida.

Esa niña que yo era trajo apenas una caja con su ropa. La capital le pareció fría, sí, pero con el tiempo supo que era más fría la memoria.

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