Los desaparecidos son muertos que hay que empujar

Hace ya diecinueve años desde la mañana en que Carlos Enrique Guiral partió hacia el sur del país para no regresar. Un tiempo en que uno se ha enseñado a esperarlo día tras día, como si presintiera su regreso con los golpes fortuitos en la puerta de la casa materna, con los timbres que suenan en cualquiera que sea el lugar donde nos encontremos quienes nos arrojamos al camino en forma de protesta por no haber desaparecido todavía.
Le he atribuido a esa ausencia el hecho de que yo escriba poesía, como algunos saben, mediante las cartas que le he escrito desde entonces y que los expertos, e inclusive los incautos, dicen que son poemas. Palabras todas que son una misiva para la muerte, una petición de que lo deje a uno vivir a pesar de sí mismo y entender la desesperanza como una necesidad humana. Y, para dejar de importunar a quienes me conocen, prometo no mencionar de ahora en adelante este infortunio, al menos de manera explícita, al menos no en los cafés.
A veces creo que uno se inventa sus recuerdos cuando la verdad lo avergüenza. A veces creo que uno prefiere la ficción, como ahora que nos sentamos todos a la mesa y alguien menciona al desaparecido. Si mi tío estuviera aquí hoy… si pudiéramos enterrarlo. Si le pudiera pagar las palabras que le quedé debiendo. Aunque se intente evitarlo, la comida sabe a sangre, como cuando en la finca, de súbito, un carro que reversaba aplastó a uno de los cachorros y, al intentar auxiliarlo, el olor de la muerte se te metió en los pulmones y te hizo vomitar. Olor y sabor de animal agonizante que regresa cuando comes con tu abuela preguntando –en vano, a la nada, porque no es a ti: tú no sabes más que huir– por su hijo muerto.
La memoria tiene ese olor de los animales atropellados, de las zarigüeyas encandiladas por la linterna del hambre. A veces creo que uno se inventa sus recuerdos. Pero sé que la verdad es más sencilla: uno ya no puede distinguir entre lo inventado y lo cierto. Haber leído y escrito toda una serie de cartas para nadie así lo demuestra.
Al menos queda la convicción de que mientras uno quiera fingir que vivir es importante, es necesario escribir. Borges se sentía orgulloso de sus lecturas más que de lo que escribía, pero en esta noche oscura del alma –acudiendo a mi condición de nadie– quisiera brindar por la escritura: no porque sea el tejido de un poncho que podría arroparnos del frío, sino porque es una buena distracción del dolor. No es fácil empujar un muerto hacia su lugar de origen, más si ese muerto, con el tiempo, se va convirtiendo en uno mismo.
Me voy empujando hacia el inicio y me veo de pie en la entrada del avión, no miro hacia atrás porque nadie me fue a despedir. Es el primer día del olvido y sé para qué alguien me escribirá cartas que no podré leer: para ir llenando, verso a verso, el ataúd de la memoria.