Unas palabras acerca de la imposibilidad de definir la poesía, a través de las lecturas de Paul Celan, Sylvia Plath y Jorge Luis Borges.

Pero tú Poesía no me has abandonado un solo instante
Vicente Huidobro, El paso del retorno.
Hace mucho tiempo había dejado de preguntarme por la esencia de la poesía, por su definición. Después de años de leer las meloserías más vergonzosas, había pasado de fijarme en lo general a preocuparme por lo particular, quiero decir: dejé de hurgar en un supuesto concepto de la poesía para agudizar la mirada en un conjunto pequeño de artes poéticas.
Al poner los pies en las aguas de los versos de Paul Celan sentía que una flor de loto me nacía en la sensibilidad al comprender, por ejemplo, que el lenguaje poético tiene un abismo de por medio con el lenguaje como tal, o con la comunicación. Porque el autor de Todesfuge había roto los puentes posibles entre sus palabras y las del lector, de modo que este no encontrara más opción que saltar y padecer la deliciosa e inexplicable muerte de la belleza.
Al abrir la puerta de la luz que da a Jorge Luis Borges, hice hallazgos de cartas escritas para nadie en las ruinas del tiempo. Una carta escrita para mí, para nadie, como decía, firmada en la Antigüedad pero fechada en la misma mañana del hallazgo. Descubrir, gracias al río de Heráclito visto a través de las pupilas del ciego, que toda la vida de la humanidad ocurre en un solo día, el mismo en que se incendió la Biblioteca de Alejandría o el Museo Nacional de Brasil, o el mismo en que Hiparquía era llamada cínica por los aldeanos de Maronea al querer ser una persona libre inclusive del conocimiento, a diferencia de los patriarcas que la señalaban desde las celdas de la Academia. Es el mismo día en que la evoco con estas palabras.
Descubrir esto me ayudó a concebir la escritura de versos, por un lado, como una contraposición a la tradición y, por otro, como una comprensión de la palabra ya no de un modo lineal, que avanza con vértigo a las fauces de la desaparición; sino infinito, como Narciso, el ahogado, que se ve a sí mismo, siempre joven, fuera del agua.
Del mismo modo, al asomarme con timidez a la obra de Silvia Plath, columbré cómo la perfección se alcanzaba con la muerte, cómo la poesía no trasciende si no te ayuda a sublimarte, aunque sea por medio de la autodestrucción: «La mujer ha alcanzado la perfección./ Su cuerpo/ muerto tiene la sonrisa de la consumación,/ lo ilusorio de la fatalidad griega/ fluye por los pliegues de su toga,/ sus pies desnudos parecen decir:/ hemos llegado tan lejos, se acabó» (Filo, en traducción de María Negroni).
Esas lecturas dispares, anacrónicas, me habían apaciguado el neurotismo de pretender encontrar lo esencial con sus hallazgos y perturbaciones. O, dicho de otro modo, gracias a ellas dejé de buscar la encarnación de la poesía en las cosas. No niego que es absurdo, por no decir estúpido, atribuirle cierto grado de certeza a la idea naturalista del lenguaje que Platón derrocó en Crátilo, sobre todo cuando la memoria de la humanidad se ha encargado de mostrar como victoriosas a la convención y a la contingencia; pero, la necesidad de encontrar la poesía en algo más allá del lenguaje, como para justificarla, sin apelar de nuevo a las definiciones almidonadas de Bécquer con su «Poesía eres tú», ni mucho menos recurrir a la filosofía innecesaria y a la academia detestable encabezada por investigadores muy bien puntuados en burocracia.
Aquella necesidad de buscar una definición había desaparecido hasta cuando dirigí un taller que veía a la poesía como ficción, en el Café Nicanor, en Bogotá, por petición de un gran amigo, Santiago Sepúlveda Montenegro. Los ejercicios querían despertar voces dormidas en quienes participaron; las voces de otros yo poéticos que narraran vivencias propias y ajenas bajo la forma del poema. Mi asombro nació cuando, preguntando por el primer acercamiento a la poesía, todas las personas que me acompañaban aludían a esta como ella. No la veían como un símbolo ni como una personificación, como creí al principio. Tampoco como una compañía a la manera aborrecible de Gómez Jattin y sus cuchillos. La veían como una presencia en la vida, presencia milagrosa como los nahuales.
Desde ese momento hasta hoy no me he sentido solo en esa aserción, y ya no se me ha dificultado aceptar la verdad. Ya salgo a trabajar con una sonrisa en el rostro que jamás imaginé encontrar allí, de una manera pura, como cuando se es niño. La misma sonrisa que tengo ahora, al terminar este esbozo, cuando van a dar las doce de la noche del mismo día eterno, en este apartamento lleno de libros donde soy prisionero, como un Tzinacán andino y venido a menos, en compañía no de un jaguar sino de la apacible Almendra.
Pongo punto final, y la gata y ella, la Poesía, me sonríen.