El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

El escritor

Un cuento de Albeiro Guiral sobre la frivolidad del mundo literario.

Imagen de Luc Parret.

Castroviari venía a la ciudad. La Fiesta del Libro hizo el anuncio de su invitación por lo alto. Su rostro y su nombre aparecieron en la televisión, en la prensa, en las redes sociales. Fue la noticia del año en el sector cultural, ningún otro evento en el país había podido concretar una visita suya. Era, pues, además, una pequeña victoria de la región.

Cuando el librero lo supo, fue tanta la emoción que no atinó más que a llamar a su mamá a contarle.

—¿Quién? —preguntó ella, abrumada por la excitación de su hijo.

—¡Castroviari, mamá! ¿Puedes creerlo?

—Ah… muy bueno, mijo.

Luego llamó a la distribuidora a pedirle libros del autor. En la vitrina del mostrador puso el único ejemplar que le quedaba de Bolañesca. De seguro se va a vender mucho, pensó, y mucha gente más lo va a conocer. En los días siguientes, organizó un club de lectura para charlar sobre El mal de Montaigne, su última novela, los sábados en la tarde, con un grupo de amigos, excompañeros de universidad y clientes esporádicos de la librería, y uno que otro desconocido, entre quienes se encontraba Albeiro, un poeta recién trasladado a la ciudad. Un pedante de mierda, pensó el librero en una de las sesiones, cuando el aparecido dijo que Castroviari era tan mal escritor que parecía haber escrito siempre el mismo libro, además les dijo que estaba harto de esa bobada de la autoficción. ¿Por qué los escritores tenían que hablar tanto de su propia vida, y más cuando son escritores profesionales? ¿A quién le importa la frívola vida de un escritor profesional? El librero, indignado, se quedó en silencio y pensó en sacar a patadas a la calle al tipejo que se había atrevido a tanto, y en su propio espacio, pero se levantó de la silla, a la mitad del encuentro, rubicundo, miró a todo el círculo y dijo:

—Es todo por hoy, señores.

Pero cuando por fin llegó el día esperado al librero se le vio con otro semblante. No fue al trabajo, madrugó a darle una hojeada a El mal de Montaigne, hizo unos cuantos apuntes en una pequeña libreta artesanal, por si podía hablar con el escritor y, por qué no, hacerle unas preguntas. ¿Qué le preguntaría, de tener la oportunidad? Nunca lo había hecho, se moriría de la vergüenza, odiaba ser lamezuelas con los escritores, pero se trataba de Castroviari y planeó cómo subir al escenario, finalizada la conversación, a pedirle la firma del libro e invitarlo a tomar un café. Llegó con dos horas de anticipación. De camino al auditorio, vio que estaba Mario Mendoza firmando libros dentro de un cubículo de vidrio, usaba gafas de natación oscuras, había una fila larguísima de colegiales esperando para verlo. Definitivamente cualquier imbécil puede llegar a ser famoso, se dijo para sí mismo. Sin embargo, al acercarse al lugar donde se presentaría el escritor, vio que también de la gran puerta salía una fila que parecía infinita, y se instaló en ella, sonrojado.

La charla desconcertó al librero, sobre todo en la parte de las preguntas, porque estaban a cargo de Juan Gabriel Vásquez. Pero amó cada intervención de Castroviari; le pareció de una sencillez, de una verdadera humildad, a pesar de su reconocimiento, sentía en cada palabra que el escritor pronunciaba que estaba ante uno de esos genios que sólo da la humanidad cada dos o tres siglos, así él mismo no se lo creyera. Asimismo, le impactó, y esto le hizo crecer más su admiración, el hecho de que él conociera a su ciudad natal tan bien y así lo manifestara tanto al hablar como al escribir. Sentía, al escucharlo, a Barcelona tan familiar…

Al terminar la charla, el librero vio cómo dos escoltas acompañaron al escritor hacia la firma de libros; no tuvo ningún chance de irlo a saludar. Corrió con El mal de Montaigne en la mano, pero se encontró con una larga fila. La hizo en aparente calma, pues su corazón palpitaba más rápido, la respiración estaba acelerada y sudaba frío. Cuando por fin llegó el turno del librero, el escritor le estiró la mano para que le entregara el libro, escribió algo ilegible en la primera página, y se lo devolvió sin mediar palabra y sin mirarlo.

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