
El único recuerdo que tenía del Ángelus se remontaba a mi pueblo. Las campanas de Las Victorias, combinadas con la infalible sirena de bomberos, nos aturdían día tras día, cuando las agujas del reloj eran un índice que acusaba al sol. Pero esas campanas para mí tocaban a muerto, a ausencia. Me estremecían como si cada día nos quisieran recordar que todo está por terminarse. Que todos iremos desfilando un día por la carrera 15, seguidos por dos o tres personas vestidas de negro, nuestro nombre en la cinta morada del carro fúnebre, camino al cementerio. Que todo es perecedero, menos el hierro del tiempo. Ese recuerdo me resultaba bucólico, inocente, hasta cuando -atravesando las calles de Medellín- volvía a escuchar el Ángelus. Entonces miraba a un costado y la montaña empinada era la misma de mi tierra, mas no coronada por yarumos blancos ni vestida por salvias florecidas cuyo olor fuerte encierra a los guatines, ni calzada por cientos de cañadas cantoras, sino plantada por la mano brusca de infinitas luces de casas que forman caminos serpenteantes donde el amor y el dolor comen del mismo plato con ferocidad.
Ay, Medellín, ciudad del Ángelus y de Cosiaca. Ciudad de tranvía y campanas. Inmenso pueblo emperifollado que no puede esconder con asfalto, por más que quiera, a Tomás Carrasquilla ni a Gregorio Gutiérrez González. Este amor se deba tal vez a encontrar las mismas montañas de mi tierra pero luminosas, al monte de la infancia, pero urbano, en el Valle de Aburrá. Porque no podría justificarse nunca si pensara en algunos de sus hijos macabros que han vertido la sangre de tantas personas.

Al amar la soledad, amo a Medellín. Porque nunca sé qué buscar en sus calles ni nunca encuentro nada. Esa nada que es dizque la identidad por la que uno se va de su tierra: la identidad de la literatura. Es decir, el desahucio. ¿Y qué es uno sino lo que ha leído, lo que ama leer por imperfecto que sea? Cuando miro hacia esta ciudad, en fin, vengo buscando su pasado literario. Busco en los ojos del loco de Yarumal la imagen de un novillo que se desangra en la niebla matutina, el dolor animal en los ojos del hombre confinado al olvido total, al fondo del abandono al que muy pocos llegan. Busco en las manos de un profesor de escuela de Angostura el temblor de la muerte, antes de que se vaya a México a convertirse en el Ashaverus de la poesía americana, apenas escuche el llamado de unos «senderuelos/ por unas abras que dan a un monte/ que mira a un valle que lleva a un mar».
Busco a Gonzalo Arango antes de que se lo trague Dios, la verdadera nada.
Pero también busco los resquicios donde sembré una semilla de mi angustia. Donde amé con desesperación. ¿Queda algo del amor, tal vez, sembrado en la luz? Artificial o natural: la luz nos encandila hasta matarnos, nos obliga a hacer pausas indebidas, a separar el sujeto del predicado de nuestra vida, quedando solo la inanición. El amor, como el poeta de los mil rostros decía, atenta contra nuestra soledad y esta, fiel verdugo, nos encierra con fuego, con sal; baila alrededor nuestro mientras, como cristales de parabrisas, nos desmoronamos. Por eso busco en Medellín la pavesa del amor. Lo que haya quedado de la carbonera donde junté candela con la plenitud y el vacío.
Busco, en Medellín, la mejor manera de desaparecer.