Palabras en la presentación de «Celebraciones» en el Café Nicanor, Bogotá: 10 de febrero de 2018.

¡Oh vosotros! ¡Oh mis buenos amigos!
Los que habéis tocado mis manos
¿Qué habéis tocado?
Y vosotros que habéis escuchado mi voz
¿Qué habéis escuchado?
Y los que habéis contemplado mis ojos
¿Qué habéis contemplado?
Vicente Huidobro, El paso del retorno
Con el paso del tiempo dejé de lamentarme por la desazón que me proporcionaba la escritura. Tomé una posición diferente frente al hecho de escribir, de gratitud más que de resignación, porque entendí que alrededor de los libros que uno construye con el fin de que, al menos, no avergüencen a los amigos ni decepcionen, en parte, a esos espíritus de luz que son los lectores, a pesar de fracasar en ese propósito, subsiste la esperanza de ver la vida, con los años, encontrar el puerto que con tanta obstinación uno cree que está oculto más allá de la oscura bruma del naufragio.
Ese puerto anhelado no sería más que la permanencia en el amor por las palabras, pues estas son lo único que tenemos para llegar a las cosas, aunque, bella paradoja, nunca nos vayan a llevar a ellas. Pues los artistas entienden que solo les quedan signos como constancia de lo vivido, esa indefinible materia de los sueños. Y los poetas, que también trabajan con signos, con imágenes, también entienden que las palabras, propias, y las de otros, son faros que rielan en su inmensa soledad.
Baudelaire, faro que se alcanza a ver desde todos los confines de la noche.
Al creer, en algún momento, que no tenemos lo tangible, sino que nos pertenecen tan solo las palabras, decidí celebrar el lenguaje, tan misterioso y diáfano a la vez, porque en él encontraba el fuego inicial de la poesía.
Sin embargo, al emprender esta celebración, supe que había perdido el hogar y había ganado los caminos. Nada de lo que pensaba que había sido mío se encontraba ahora a mi lado. Al intentar erigir mi propia casa, lejos de los cafetales donde mi padre me paseara de niño dentro de un canasto, supe que sus cimientos eran endebles, que los vientos del sueño y de la inquietud la derribaban: quería volver, quería entrar en la primera noche de mi vida, oler el cielo azul oscuro de la montaña y desaparecer.
Luego vino el amor y de la mano me llevó más lejos. Me enseñó a ver los verdaderos colores del mundo, a ver con más ojos, a recordar con más manos.
El río Otún empezó a correr por mi cuerpo. En las manos el café maduraba. Los danzantes de Monte Albán me empezaron a hablar en sueños.
En ese instante, en que se desvaneció en su totalidad el camino de regreso, me recordé parado por primera vez frente a la puerta de la poesía, cuando aún se percibía la tibieza del cuerpo muerto de la infancia.
Y ahora, que me encuentro presentando Celebraciones, un libro que es el resultado sincero de homenajear esta vida simple, llena de asombro, les ofrezco disculpas por el intimismo que allí encontrarán y les pongo de manifiesto que la escritura de poesía me satisface sobre todo por la presencia de ustedes esta tarde en el Café Nicanor, porque escribir me ha llevado por un cauce dificultoso hasta la desembocadura de su amistad, lo que ha valido ya la pena. Vale la pena vivir, ha valido la pena vivir gracias a ustedes y a las ausencias que me conforman.
Gracias a ustedes celebro mi triste terquedad por ser poeta ya que, si no me ha llevado a escribir algo que les complazca, sí me ha llevado a su amistad: la poesía.