El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Cuando muere un café

Dejar morir un café es dejar morir un templo, es la mayor impiedad.

Café El Nogal en Santa Rosa de Cabal. Foto de Juan Cristóbal Cobo.
Café El Nogal en Santa Rosa de Cabal. Foto de Juan Cristóbal Cobo.

Dejar morir un café es dejar morir un templo, una casa colectiva, el punto de encuentro de los caminantes. Y en un país como el nuestro, cuya economía se levantó gracias a la gente que vive entre los cafetales, y en un municipio como el nuestro donde la identidad, el estilo de vida, la arquitectura e incluso los matices de la lengua tienen su origen en el café, es decir, donde no se podría vivir sin este cultivo y esta bebida inigualables, me temo que la pérdida de un café le dolería más a la sociedad, a largo plazo, que la desaparición por incendio de una catedral.

Frecuentaba el café El Nogal en Santa Rosa por múltiples razones, en especial por dos. La primera: solía ir con papá a atisbar. A degustar el silencio. A hablar sin palabras, el tinto humeante en la mesa, mientras leíamos la gente que pasaba por la calle como si fuera un signo melancólico acariciado por la más bella luz de la tarde. La segunda razón era que allí conocí a uno de mis grandes amigos: Eliécer López. Un arriero que venía a tomar su tinto todos los sábados desde los páramos. Cruzamos las primeras palabras porque una mañana tuvimos que compartir mesa. Soy totalmente inexperto para iniciar una conversación y Eliécer, por fortuna, el más inexperto en quedarse callado.

Me contó que nació en el 48, a los días del asesinato del caudillo que le dio su nombre. Visitaba el sitio desde muy pequeño, porque su abuelo lo traía desde la montaña a vender el café y los racimos y a hacer el mercado. Iban a la galería a tomar kumis, pasaban al parque a sentarse bajo las araucarias, se hacían lustrar los zapatos, saludaban al tío Gerardo, uno de los más grandes fotógrafos de Colombia, nacido y educado en esta Villa de don Fermín. Antes de volver a casa se tomaban un tintico en su café favorito. Cuando su abuelo murió, para recordarlo, y tal vez como una forma de homenaje, continuó a solas su ritual de nostalgia. Hasta cuando el azar nos puso en la misma mesa y lo seguí acompañando cada sábado en la mañana.

Las historias que Eliécer me contaba me causaban tanta amargura como alegría, porque no dejaba de sentirme identificado con su soledad, con sus muertos, y porque consideraba a El Nogal como una segunda casa. Sin embargo, cuando me contó cómo había nacido este café no pude evitar conmoverme: los arrieros que venían de todas las veredas se daban cita los sábados al pie del árbol que inspiraría luego el nombre del sitio. Hacían tinto con panela en un fogón improvisado y lo compartían. Con el tiempo levantaron una caseta sencilla al lado del árbol y empezaron a intercambiar cuentos, risas y experiencias; le sumaron al tintico aguardiente amarillo, cerveza, un gramófono, un radio cuatro bandas, una greca coronada por su águila de bronce y el café se hizo un espacio para la gente, hasta inicios de la pandemia, cuando lo dejaron morir, o lo mataron.

Con total honestidad puedo decir que dudo de la verosimilitud de la historia de Eliécer, pero del mismo modo les aseguro que soy partidario de este tipo de ficciones más que de las presuntas verdades de nuestro tiempo. Prefiero las ficciones que envuelven al pasado, la imaginación de los campesinos, que es mi propia imaginación, que las presuntas verdades del capitalismo, como las que obligaron al dueño de El Nogal a cerrarlo, excusándose en la pandemia, para convertirlo en una panadería más o en un almacén de baratijas. No se sabe aún en qué se convertirá cuando abra sus puertas de nuevo la vieja casa de la 14 con 15.

Tanto lugar cerrado que vemos hoy en día, tanto templo del amor derruido en nuestro tiempo, no se deben a la pandemia sino al capitalismo, la verdadera pestilencia.

El Nogal terminó sus días sin pena ni gloria. El día en que en sus mesas nos tomamos el último tinto ni siquiera sabíamos que no volveríamos. Papá y yo seguimos tomando tinto y encontrando cafés para ir a charlar sin palabras. Papá y yo somos amigos que toman tinto desde que me enseñó a caminar entre los cafetales. Pero Eliécer, que representaba a su abuelo, y a los arrieros que fundaron El Nogal, aunque sean apenas un símbolo, que construyeron al pie de aquel árbol el más importante y modesto santuario de nuestro pueblo, se murió con el café. No volverá, lo dejaron morir también.

Cuando muere un café, se afecta lo más sagrado de nuestra sociedad.

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