El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

En busca de la madre

Unas cuantas palabras sobre «Pedro Páramo», de Juan Rulfo, y la travesía de Juan Preciado.

Fotografía del libro Juan Rulfo fotógrafo.

«¡Ay, vida, no me mereces!» (204)

Por más que me digan que la búsqueda de Juan Preciado en «Pedro Páramo» es la del padre, mis ojos lo seguirán viendo por el camino que lleva a Comala detrás de la madre. Ella no tiene el mismo protagonismo en la novela que el personaje de Susana San Juan, revestido de un aire algunas veces sagrado y otras del inútil y aborrecible martirio cristiano, pero propicia el viaje del joven hijo luctuoso hasta la Media Luna. Al hijo le dice que, cuando encuentre a Pedro Páramo, no vaya a pedirle nada: «Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio… El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro» (175).

Pareciera pedirle que vaya a saldar una vieja deuda personal con su padre. El muchacho, apenas entra a Comala en compañía de un arriero enrarecido por esa otra forma de la muerte que es la vida, empieza a darse cuenta de que Páramo estará cada vez más lejos, de que por cada paso que dé en sentido a él, mayor será la distancia entre los dos. Pero es la voz de Dolores Preciado la que no dejará de escuchar. Nunca. Sus recuerdos han tomado su voz y lo acompañan: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz» (180).

La mujer ha urdido la trama por la que su hijo transitará. Es la tejedora mayor de la historia. Su lanzadera lleva el hilo con precisión inusitada. Se aísla más allá del tiempo que desconocemos los humanos, y que los personajes del mundo de Rulfo no entienden por irrealidad, habitándolo sin remilgar. En un instante, Juan Preciado escucha la añoranza: «No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo» (191).

El hijo alcanza a escucharla pero lo sorprende la muerte; lo sorprende porque le deja con vida. Su cuerpo ya no siente el cansancio del viaje, pero ahora empieza a habitar un lugar distinto donde hace un calor similar al del comal donde se tuesta café o maíz para hacer las tortillas. Ese calor es el de las lágrimas, porque ahora Preciado ha tomado mi cuerpo de lector.

«Allá te acostumbrarás a los derrepentes, mi hijo» (218), oigo que le dicen al otro que ahora vive en mí mientras me defiendo frente a esta máquina, mientras mis dedos lloran estas palabras que, si no las escribo, se pudrirían dentro de mí. No vamos a buscar, no vamos a encontrar a tu padre en estas páginas donde ya somos cómplices. Vamos a buscar a la madre, adentro, en la memoria, en lo que llaman alma, siguiendo sus recuerdos como bestias enfermas que se apresuraran a morir en la noche del desierto.

Aun así, muchacho, no olvides que la vida es peor que la muerte. «Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad […]. Allí, donde al aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si fuera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida…» (231), dice la mujer.

Y desaparece.

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Bibliografía:
Rulfo, Juan. Obra. Ciudad de México: Fundación Juan Rulfo, 2017.

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