El Peatón

Publicado el Albeiro Guiral

Bajo el árbol de la inercia

Callamos, aunque sepamos de memoria el nombre del asesino.

Representación de Esperando a Godot, de Samuel Beckett.

La realidad del pueblo colombiano parece tomada del teatro del absurdo. Aparte de que el nuestro es un país individualista e hipócrita, gavillero, dador de coba y servil ―y de que para definir su sociedad fueron necesarios los peores epítetos posibles: patriótico, antiaborto, paramilitar de línea tibia y de línea dura, violador, corrupto, narco de comuna y narco doctor, desplazador, envenenador de la niñez, conformista, etcétera― convivimos, día a día, con la certeza de quién es el peor asesino vivo de la historia colombiana. Sin embargo, lo mejor que hacemos para llamar a la justicia en su contra, y a nuestro favor, es no pronunciar su nombre, es guardar el más incómodo, el más perjudicial de los silencios.

El asesino dio sus primeros pasos en la ilegalidad cuando empezó a habilitarle pistas clandestinas a Pablo Escobar, su igual, un imbécil multimillonario y misógino, para que transportara droga; como le fue tan bien con su apoyo a este negocio internacional, quiso quedarse con el lugar del capo cuando este cayó en los tejados de Medellín y su cadáver fue exhibido como un vulgar trofeo de guerra en los medios. El siguiente paso fue apoyar el armamento de sus amigos en común con el ídolo muerto, hacendados y caballistas que querían proteger la soberanía de las tierras que les habían robado a los campesinos en esta segunda colonización antioqueña. Como el mal llamado fenómeno se expandió por todo el país, el ahora experto en el oficio de la aserradura, sucesor del patriarca Aranzazu, tuvo que llegar a la presidencia y violar la Constitución para disimular la presencia de su hijo monstruoso mediante la extradición de sus colegas, la compra de testigos, la manipulación mediática, la calumnia, el sicariato y la posverdad.

El peor asesino vivo de nuestra historia es, por otro lado, amante de las estadísticas: suele vérsele muy feliz cada vez que matan a una persona, a miles de personas, civiles e inocentes, incluso niños, a fin de ajustar el récord en la baja de tácitos guerrilleros. También, para él y sus acompañantes ilustres trabajan los mejores contadores de la región, pues han sido capaces de evadir los impuestos por sus innumerables bienes e ingresos, hasta el punto de que sus declaraciones de renta arrojan saldos a favor. Es, como pueden ver, un ejemplo de astucia e inteligencia; después, en ese orden, se encontrarían sus millones de feligreses entre el pueblo, que hacen gala de haber nacido sin neuronas y, por último, nos encontramos nosotros, sus opositores, los imbéciles mayores, revolucionarios de café, artistas comprometidos en Twitter, célebres presuntuosos, jóvenes promesas de la nada que no presionamos al asesino para que nos dé la cara, para que vaya a la cárcel o a un juicio sin manipulaciones.

Somos pocos, porque nos están matando; cada día seremos menos, porque sobramos. Vamos por la calle con desilusión, evocando un pasado mejor que tan solo vivieron nuestros abuelos en los pueblos donde La Violencia pasaba sin ser vista; no tenemos un momento de descanso porque nuestro receso para comer o solazarnos ―en las construcciones, en las calles donde vendemos la dignidad, en las cafeterías de las fábricas donde trabajamos a la hora, sin esperanza de una pensión y con la convicción de que podremos morirnos en las salas de espera de los hospitales― lo usamos para hablar del asesino sin nombrarlo y recordarnos, bajo el sol de los días, que todos tenemos un muerto a su salud. No hay momento de descanso en que no hablemos de política, dice alguien. Otro le responde: es decir, del asesino.

La realidad del pueblo colombiano parece tomada de la clásica tragicomedia de Samuel Beckett. Quienes nos oponemos a la violencia somos incapaces inclusive de idear una forma para colgarnos, como Vladimir y Estragón. Bajo el árbol de la inercia, aunque sepamos de memoria el nombre del asesino, callamos mientras esperamos la justicia que tal vez no llegará.

@amguiral

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