Imagen: Hamlet y Horacio en el cementerio, por Eugène Delacroix.

«…muerte,
país desconocido de cuyos límites
ningún viajero retorna».
Shakespeare, Hamlet

Hoy vengo a hablarles del destino. Mejor dicho: a cuestionarlo. Para ello quisiera evocar dos obras entrañables de la literatura y unas cuantas célebres y absurdas muertes. En Edipo Rey de Sófocles, su protagonista, como es sabido, en su afán de alejarse del parricidio y del incesto que le ha señalado el oráculo, termina encontrándose con estos cara a cara y consumándolos letra a letra. Para limpiar su culpa, a manera de sacrificio, el rey caído en desgracia les ofrece sus propios ojos a los dioses y se va al destierro. 

De un modo similar al protagonista de esta tragedia, Esquilo, tal vez el precursor del género o dicho de otro modo uno de los exponentes más altos de la dramaturgia clásica, había visitado el Oráculo de Delfos con intriga por su futuro. Este es implacable: «Morirás aplastado por una casa», le dice. El trágico decide entonces, para evitarlo, del mismo modo en que Edipo decide alejarse de sus apócrifos padres para no agraviarlos,  irse a vivir al campo, lejos de toda posibilidad de recibir el golpe definitivo del destino. Lo que ignoraba era que la adivinación hablaba en símbolos —como siglos después nos diría Shakespeare que Macbeth interpretaría mal el designio de ser asesinado cuando los árboles caminaban—, pues un día en que descansaba al aire libre una casa le cayó desde la altura y lo mató. Una casa, sí, la de un animal tan místico como enigmático que a Zenón le quitara el sueño: una tortuga que un quebrantahuesos dejó caer sobre la grande y calva cabeza del griego al confundirla con una roca. El ave rapaz buscaba romper el caparazón, como es su costumbre, para alimentarse de la carne profanada y presumo que lo consiguió.

En una versión tropical de la tragedia, en el sentido de postular una idea del destino inexorable, Gabriel García Márquez crea un personaje edípico y al mismo tiempo trasgresor. Santiago Nasar, en Crónica de una muerte anunciada, sale de su casa en la mañana al encuentro de una muerte violenta en las manos de matarifes de los gemelos Vicario. Tanto los lectores, impotentes, como el pueblo en general, impasible, desde el título de la novela, pasando por las primeras páginas, lo vemos hacer el recorrido previo al crimen y esperamos el encuentro final. Y allí está la trasgresión de García Márquez: su Edipo no está al tanto de su destino sino hasta minutos antes de que le abran a puñal su vientre y se encuentre en las manos el racimo de sus vísceras.

También sin estar enterado de los pormenores de su final, el 25 de marzo de 1980, Roland Barthes, semiólogo francés de inmensa reputación y teórico de la literatura, murió atropellado en París por una camioneta cuyo conductor había hecho caso omiso de la luz roja del semáforo, cuyo conductor, digo, había irrespetado un signo. De haber sobrevivido, tal vez el autor de Análisis estructural del relato se habría reído de este curioso accidente y habría podido interpretar al automóvil como un signo opaco por la poca información que este dejó al huir del lugar.

Con las muertes de Esquilo y Barthes había querido cuestionar la idea del destino como una sentencia divina inevitable, como aparece en la obra de Sófocles, y la idea de este como una confección propia o colectiva que responde a nuestros propios actos, o al azar, como es notorio en la novela del autor colombiano, pero ahora quisiera despedirme evocando estos dos sucesos. El 15 de junio de 2017 una estudiante de enfermería en un hospital de Cali se lanza desde el sexto piso pero su suicidio no es exitoso porque cae sobre una médica que estaba en la cafetería y muere de modo instantáneo. Quizá la estudiante, quien fue investigada por homicidio culposo ahora sea feliz, como Cioran, por haber descubierto que la caída es la mejor opción para curarse del inconveniente de haber nacido, pero que al saberlo es mejor no lanzarse, y que la premisa del autor rumano cobra mucho sentido cuando lo absurdo aparece para interrumpir una vida: «Ser o no ser… ni lo uno, ni lo otro».

El sábado 22 de septiembre de 2019 un joven estudiante colombiano fue asesinado en Palermo, Buenos Aires, cuando su arrendador entró a medianoche a su habitación y lo encontró dormido con su gato y a ambos los molió a palos. Cuando la policía le preguntó por qué lo había hecho, el hombre de mediana edad, que dormía en la habitación contigua con un perro ciego, y a quien nadie le solía ver en la calle, dijo: «Su modo de soñar me resultaba francamente insoportable».

Albeiro Guiral
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