
Fernando Araújo Vélez (*)
Lo vieron resignado, impotente. Lo silbaron. Le pidieron que mostrara algo más, pero con otras palabras. Le cantaron como a cualquier pata brava de segunda división. Su padre, don Jorge Messi, dijo dos días más tarde que “Lio” estaba mal, que jugar una Copa América generaba mucha presión, que los periodistas se ensañaban con “el nene”. Él guardó silencio. Una vez más guardó silencio, como durante las Eliminatorias a la Copa del Mundo de Sudáfrica, cuando naufragaba en la cancha y el técnico era Diego Maradona. Como antes, en la Copa de Alemania 2006, cuando José Pekerman, uno más de sus protectores, lo dejó en la banca en el partido definitivo contra Alemania. Él guardó silencio. Sabio silencio, según unos. Terco silencio, según otros. Soberbio silencio, según uno más.
Los periódicos y noticieros registraron su gesto. Lo repitieron hasta la saciedad. El mundo del fútbol opinó. Los hinchas dijeron en un alto porcentaje que era el gran responsable de la pésima actuación de Argentina en la Copa América. El presidente de la Afa (Asociación del Fútbol Argentino) afirmó que él siempre jugaba bien, que los que jugaban mal eran sus compañeros. Sus compañeros sentenciaron que él no era culpable de nada, que la selección era un equipo, no un conjunto de individualidades. Los analistas “messianos” escribieron y gritaron, de nuevo, que estaba mal rodeado, que no le daban la pelota, que si se le daban, lo hacían mal, que él no encontraba con quién asociarse, que el técnico no sabía cómo utilizarlo. Él guardó silencio.
Su historia con Argentina se inició cinco años atrás. Era un muchacho apenas de 18 años. Deslumbró con una pisada y dos goles y viajó al Mundial de Alemania como la gran promesa. Aparecía un nuevo Maradona. Su entrenador, José Pekerman, era uno de los que lo habían mimado y llevado de la mano en las categorías menores. Sin embargo, en el instante cumbre, cuando Messi se hubiera podido haber vestido de salvador, héroe y genio, lo olvidó en el banco de suplentes. Argentina le ganaba 1-0 a Alemania, el local, y Alemania se iba con todo a buscar la igualdad. El espacio para Messi estaba abierto. No obstante, Messi se quedó sin jugar. Los alemanes empataron y más tarde, desde el punto penalti, eliminaron a la Argentina. Messi mostró su gesto de fastidio, pero nada más.
Unos meses más tarde, con Alfio Basile como entrenador, quien iba a ser el mejor jugador del mundo se asentó en el equipo. Entonces cayó la primera gota de la gran polémica que después se repetiría una y mil veces: “hay que armar un equipo alrededor de él”. Con ese fin, Basile convocó a Juan Román Riquelme y a Juan Sebastián Verón. Argentina alcanzó altos niveles de fútbol, sobre todo en la Copa América de Venezuela 2007. No obstante, perdió la final con Brasil. Los hinchas volvieron a preguntarse por qué. ¿Por qué Messi no desequilibró en aquella final? ¿Por qué no fue capaz de anotar los goles que la Selección requería? ¿Por qué con el Barcelona sí? “Por las compañías”, respondieron sus defensores.
Pasado un tiempo, dos años, y en medio de actuaciones más que pobres, Basile dio un portazo y se fue. Nunca dijo por qué. Es más, explicó con absoluta claridad que jamás diría las razones. Los suspicaces se atrevieron a argumentar que el problema era la relación de Messi con Carlos Tévez. Hubo silencio. Grondona convocó y nombró a Maradona, el único que podría tirarle a quien fuera el peso de su historia. Argentina siguió su camino en medio de los tumbos, y si logró clasificar para Sudáfrica fue por un gol ante Perú en fuera de lugar de Martín Palermo en medio de la lluvia y la confusión. Esa tarde-noche Messi fue un fantasma, como lo había sido en los juegos anteriores. Ni gambeteaba, si hacía goles ni se llevaba marcas ni metía la pierna. Con el Barcelona todo era diferente. Allí brillaba, anotaba, definía partidos y Copas. Era feliz.
Por eso un día Maradona exclamó: “Hay que hacerlo feliz”. Y una vez más se convenció y convenció a la humanidad de que había que armar la Selección en torno a su mejor futbolista. “Messi y 10 más”, dijo, para recordar aquella frase que años atrás había soltado su técnico, Carlos Bilardo, “Maradona y 10 más”. Era el año de 1982. Bilardo acababa de tomar la Selección. Para él, el único insustituible, era Diego Maradona. Lo repitió cuantas veces se lo preguntaron, y contra todas las adversidades, llegó hasta el Mundial de México 86 con su lema a cuestas. Como confesaría Jorge Burruchaga unos días atrás, “pero es que a Maradona sólo había que darle la pelota y él resolvía, él siempre resolvió, nosotros lo sabíamos, lo disfrutamos y celebramos”. ¿Y Messi? Silencio.
Las comparaciones, sin embargo, ese eterno juego de periodistas y fanáticos, se multiplicaban. Que Messi, que Maradona, que Messsi, que Messi, que Messi. El mismo Maradona afirmó que su protegido era inigualable. Necesitaba motivarlo para que llegara al Mundial con todas sus luces, y así fue. Lo motivó, incluso lo puso de capitán en un partido –contra Grecia-, lo elevó a la condición de genio. Messi brilló. Aunque no hubiera anotado, brilló. Tenía a su lado a Verón, a Mascherano, Tévez, Di María y demás. Luego, por razones que nadie nunca explicó, Verón salió del equipo y Messi comenzó a naufragar entre tumultos, choques y escalonamientos. Argentina volvió a salir de un Mundial, como cuatro años antes, contra Alemania. ¿Y Messi? Silencio.
Maradona renunció. Uno de los pocos del plantel que fueron a decirle estoy contigo fue Tévez. Hubo insultos, conflictos, acusaciones, y de pronto, el nombramiento de Sergio Batista como nuevo técnico. Grondona quiso eliminar el barullo con un nuevo nombre, el del hombre que había conquistado la medalla de oro olímpica en el 2008, y con Lionel Messi. Al asumir, Batista, un volante central de aquéllos en el Mundial de 1986 y en Argentinos Juniors, anunció que armaría el equipo alrededor de Messi. Una vez más, e iban… El primer capítulo del drama fue Tévez, porque Tévez quería a Maradona, porque Messi, decían, no era partidario de Tévez, porque no había buena energía entre ellos. Batista dijo que Tévez no era imprescindible en su esquema. Estalló una bomba más.
Pocos días antes de que se iniciara la Copa América, Batista habló con Tévez, “el jugador del pueblo”, y terminó por convocarlo. Más tarde lo puso de titular ante Bolivia, justo al lado de Messi. Como antes, como tantas otras veces, la fórmula no funcionó. Se estrellaron, se superpusieron, se robaron espacio, tropezaron y con ellos tropezó todo el equipo. Primero ante Bolivia, 1-1. Después con Colombia, 0-0. Entonces reventaron los silbidos, los cánticos, los insultos, y Messi mostró su impotencia en la mitad de la cancha. Era una página más de la triste novela que lo ha tenido como protagonista en la Selección durante cinco largos años, con cuatro técnicos diferentes, decenas de compañeros y de acompañantes, una serie interminable de fracasos y otra de interrogantes.
¿Distéfano, Garrincha, Pelé, Cruyff o Maradona, Platini o Zidane, necesitaron tantos mimos para jugar? ¿No jugaban igual de bien en sus equipos y en la selección, viajes y técnicos y compañeros de por medio? ¿Alguna vez requirieron que los entrenadores les armaran los equipos para que ellos se lucieran? ¿O ser capitanes? ¿O llevar el 10 en la espalda? ¿O que su familia saliera a defenderlos? ¿A alguien, alguna vez en alguna Selección le dieron cinco años y 50 partidos de gabela? ¿Es él, en algo, responsable de lo que ocurre con la Selección, o como dicen sus defensores, el mundo es el culpable, el entorno? Silencio.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos