Por: Nátaly Jaramillo
La finitud nos atormenta tanto que, al saberla al acecho y en cualquier lado poder hallarnos con su duro rostro de mirada quieta, logra que a veces, muchas veces, nos quedemos detenidos en alguna repetida escena de nuestras vidas, esperando a que llegue, y fingir que nos tomó por sorpresa,
a sabiendas de que quizá siempre nos habitó en tantas horas esclavizantes de trabajo, de tristeza, de quejas, de vacaciones familiares postergadas, de afanes de fin de semana en el supermercado, de horas frente a la caja tonta, de comidas refrigeradas y después calentadas en el microondas, de estaciones de autobús, de carpas guardadas en el cajón, añorando ir de nuevo a visitar estrellas en la montaña, de los te amo, detenidos en frente de las puertas de las casas, de los… te perdono, anclados en la garganta de los que fingen olvidar, de bicicletas oxidándose en el patio, de vinos esperando en el estante de las fechas especiales, de hijos aguardando por un juego en lugar de juguete, de los días de lluvia anhelando porque algún día se nos olvide el paraguas, del perro que se queda deseando la caminata prometida de los domingos, del libro a medio leer en la mesa de noche, de los zapatos que decías que te encantaban, ambicionando, después de dos puestas, a que los quieras volver a usar para salir a bailar de nuevo con ellos, y con ese vestido rojo ceñido al cuerpo, ese que te quedaba tan bien, de la noche de sexo descansado y de las llamadas a viejos amigos, en fin, de un solo día, esperando porque lo declares vivido.