
Fernando Araújo Vélez *
El libro estuvo largos años abandonado a su vejez en la roída biblioteca de Santiago Amador, de donde cada tanto el menor de sus hijos extraía algún ejemplar que leía a medias o dejaba abandonado. Intentó terminar las obras completas de Hermann Hesse, pero lo emocionaba tanto la soledad de Lobo Estepario de Harry Haller que no pasaba de ahí, y con Keller se perdía entre los vericuetos que le ofrecía Amanda vestida de hombre. Trató de leerse todas y cada una de las biografías de Stefan Sweig. Sin embargo, se estancaba en la invisible conspiración que impulsó María Antonieta para derrocar a Luis XVI, su esposo, porque sufría de trastornos sexuales. La silenciosa revuelta, dedujo, desembocó en la Revolución Francesa.
Al final de una noche de insomnio, Antonio Amador sacó el tomo vetusto tantas otras veces despreciado, manchado de azul y ocre, pesado, algo desencuadernado y repleto de anotaciones al margen. Era una biografía sobre Fedor Dostoievski, la biografía de Henri Troyat. En la medida en que avanzaba, página tras página, Amador se arrepentía de su antiguo desprecio y soñaba, como solía ocurrirle con algunos libros, con que aquel fuera infinito. Dostoievski había sido el hijo no deseado de un poderoso hacendado a quien habían asesinado sus propios trabajadores. Había ido al ejército, y allí, luego de haber traducido Eugenie Grandet, de Balzac, se decidió por la literatura. Entonces escribió Pobres gentes.
En un aparte, Troyat reproducía una carta que Dostoievski le había enviado a Miguel, el mayor de sus hermanos. Luego de referirle que el mundo era un caos, y su vida, el centro de ese caos pues estaba inmerso en las deudas y los ataques de epilepsia no lo dejaban ni dormir, le informaba que a pesar de todo, él se sentía muy tranquilo. A fin de cuentas, añadía, “Tengo un proyecto: Volverme loco”. Algunas líneas más adelante, Dostoievski era acusado de conspiración y condenado a muerte. Horas antes de que el verdugo cumpliera con su misión, el acusado le dijo a uno de sus cómplices que se le acababa de ocurrir la trama para un cuento. Instantes después llegó una orden de indulto firmada por el Zar.
En cada página había alguna palabra o frase subrayadas, un comentario, un número. Amador los revisaba con absoluta dedicación, pero había letras que no entendía, símbolos para él incomprensibles. Al principio supuso que eran de algún lector obsesivo. No obstante, según avanzaba iba cambiando de parecer. Podía ser de un escritor en ciernes. Una noche, halló un papel con horarios y una nota de letra dudosa que decía “Mañana, cita con el padre Giraldo”. Amador descifró que aquel padre Giraldo era Gabriel Giraldo, el decano de derecho de la Universidad Javeriana en la que habían estudiado sus dos hermanos mayores. Conjeturó, pues, que la biografía debía haber sido de un amigo de ellos y que la había extraviado. Sus hermanos, concluyó, no leían a Dostoievski.
Pasados algunos días, la vida de Amador se había transformado en una delirante película de investigadores en la que él mismo era el principal protagonista. Su obsesión ya no era tanto Dostoievski, sino descubrir al dueño del libro, al hombre de las anotaciones y cada uno de sus significados, y más que nada, a quien había escrito en la tercera página “Para D J, un desamor”, a manera de obsequio y dedicatoria. Pasados algunos meses, sólo recordó del asunto que un día Dostoievski decidió contratar a una mecanógrafa para dictarle Crimen y Castigo, pues debía terminarla cuanto antes: necesitaba dinero para cancelar parte de sus múltiples deudas de juego. Su elegida fue Anna Grigorievna Snitkina, a quien le ofreció un cigarrillo en su primera cita. Ella respondió que no y su respuesta la salvó: Para Dostoievski, que una mujer fumara era sinónimo de liberación y nihilismo.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online. Tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos del periódico El Espectador.