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Un vuelo sin retorno

Diciembre 2005 I 183

 

Santiago Muñoz Calvo*

Sus ojos verdes, matizados con un poco de amarillo y café, se reflejaron en los ojos verdes, abiertos de par en par, del gato que la observaba impávido al otro lado del cristal. Bajo los pies del gato estaba un televisor sobre una mesa contigua a la pared. Bajo los pies de ella estaban doce pisos de vacío. Valentina sostenía con fuerza, con ambas manos, una sábana atada a otra y a otra, que funcionaba como una improvisada cuerda de rápel atada a su cintura y servía como línea vital entre su cuerpo y la pata de su cama, ubicada a un lado de su cuarto en el apartamento 1605 del edificio Corkidi, en pleno centro histórico de Bogotá.

El viento helado que bajaba de los cerros orientales surcaba como un rastrillo los edificios y las casas del barrio La Candelaria. En esa noche, fría como siempre, con viento como tantas, con pequeñas gotas de lluvia como de costumbre, la muerte se escondía expectante y espectral; entre el rocío, entre los ladrillos de la fachada de 21 pisos del Corkidi, entre los nudos que unían las cinco sábanas que Valentina había amarrado para escaparse ese viernes 14 de julio del año 2006.

“Acá te espero, ojalá puedas venir”, se leía en la pantalla de su celular resquebrajado de color rosa que temblaba entre las manos de María del Rosario, madre de esta niña bonita de pelo largo negro, esbelta mas de caderas anchas, de nariz respingada y dentadura perfecta, una niña que parecía una mujer y que en dos meses cumpliría apenas 14 años, edad que nadie intuía al verla, edad que sólo se corroboraba al leer la fecha de nacimiento impresa en su documento de identidad. “Allá nos vemos, voy a tratar de volarme”, decía el mensaje de vuelta.

Valentina no era lo que muchos esperarían de una niña de su edad, pero al mismo tiempo una típica preadolescente: “Era rebelde como todas las niñas de su edad, muy madura para unas cosas pero también inmadura para otras”, cuenta su madre. Valentina leía mucho, le encantaba. Le gustaban las matemáticas y el inglés. Le gustaba salir, estar con sus amigas, pasar toda la tarde con su novio. También perdía materias, peleaba con su hermano, le sacaba canas verdes a su mamá, a veces la preocupaba hasta la desesperación. Era una niña como muchas pero también era una niña como ninguna.

“Hasta mañana Tiago, que descanses”, dijo a su hermano antes de encerrarse en su cuarto la noche de ese día que había recibido las notas del colegio con no muy buenos resultados. “Chao Tina, que duermas”, respondió Santiago mientras le daba un corto abrazo con su brazo derecho y un beso en la cabeza. La puerta se cerró haciendo retumbar las paredes de drywall que cercaban su habitación, que no venían originalmente con el apartamento y que resonaban estruendosas con el menor contacto. Entretanto su hermano se sentaba en el sofá de la sala a ver televisión.

El televisor con tres ‘rayas’ de volumen apenas se escuchaba. Las luces amarillas del alumbrado público se reflejaban en el pavimento mojado que emitía un suave sonido cuando algún taxi pasaba sobre él. La noche era tranquila, callada, sepulcral. Como a la espera de ser profanada.

El sonido no llegó de golpe, lo hizo in crescendo. Primero movió las orejas hacia el lado derecho como si se tratara de un par de antenas de telecomunicaciones buscando señal, luego se movieron sus bigotes. De golpe abrió sus ojos verde esmeralda. Entre tanto, sus patas peludas se impulsaron con rapidez hacia la parte superior del enorme televisor cuadrado situado junto a la ventana. Extrañado, Santiago se acercó hacia el cristal con un nudo en la garganta, con las manos sudorosas mientras escuchaba un sonido como de contrabajo desgarrado que le heló la sangre.

Cada paso del corto recorrido del sofá al tragaluz era más largo que el anterior. Intentaba alzar su vista para ver qué ocurría, al mismo tiempo que trataba de nublar sus ojos temeroso de lo que encontraría al traspasar con su mirada el vidrio ligeramente empañado. Veía sin mirar. Escuchaba cada vez más cerca y cada vez más duro ese sonido de fricción metálico que su memoria grabó en lo más profundo de su ser. A pesar de que no tenía la más mínima idea de lo que sucedía, tenía enterrado en su mente como un puñal que no era algo bueno.

Asomó los ojos por sobre la cornisa, no vio nada. El ruido que taladraba su cabeza seguía sonando hasta que este se detuvo de manera abrupta y seca. Santiago abrió la ventana precipitado, haciendo a un lado de un codazo al gato que miraba hacia el abismo con las pupilas dilatadas. El tiempo pareció detenerse por un segundo cuando vio en el aire a su hermana. Todo se tiñó de un tono onírico, no parecía estar pasando. Lo inverosímil de la situación daba para que la joven desplegara un par de alas y regresara suavemente a su cuarto poniendo fin a esta pesadilla.

No era un sueño. Era nada más que la cruda realidad. A la vida de Valentina no le quedaban más que unos pocos segundos, esta se escapaba de su cuerpo como los últimos granos de un reloj de arena. Durante la caída, los ojos de ambos hermanos nunca se encontraron, los de Santiago estaban desorbitados, nublados como por una catarata más alta que el Salto del Ángel, más ancha que la de Iguazú. No alcanzó a divisar más que una silueta. Silueta que sin duda sabía de quién era pues por los últimos 13 años la había visto deambular día tras día en su misma casa, siempre hacia su cuarto desordenado y colorido. Silueta que veía desvanecerse mientras se adentraba, metro a metro, en la oscuridad del precipicio.

El trance se rompió con un golpe. Seco, duro y desgarrador. El choque contra el piso de la terraza ubicada en el cuarto piso carcomió los tímpanos de Santiago. Se sintió como si un latigazo le hubiera partido por la mitad los pequeños huesos del oído medio. Fue como un sacudón, no siguió más tiempo en la narcosis del shock. Al adormilamiento de no entender lo que pasaba lo reemplazó el terror helado, el nerviosismo y la zozobra.

Inmediatamente corrió despavorido hacia la puerta de su casa, la abrió de par en par y se acercó al apartamento de al lado donde se encontraba su madre y Elkin, quien era el compañero sentimental de ésta desde hacía más de una década. Santiago pronunció a gritos las palabras que nunca se borrarían de la mente de su madre: “¡Mamá, mamá!, ¡Valentina se cayó por la ventana!”. María del Rosario salió, junto con Elkin, del apartamento que también era de su propiedad, encontrándose con el aterrorizado joven de 16 años que narraba lo que toda madre teme escuchar algún día.

Los tres se dirigieron hacia el cuarto de Valentina; con fuerza, Santiago y Elkin derribaron la puerta con la esperanza de que todo fuera un error, un malentendido, una macabra alucinación. No se cumplió tal expectativa. El panorama era aterrador, la ventana estaba abierta del todo, los papeles los agitaba el viento, la sábana amarrada a la pata de la cama salía por encima de la cornisa y se movía inerte a merced del gélido vendaval. El viento caló los huesos, el trance se volvió a apoderar de Santiago, de Elkin, de su mamá.

“Mírala, está ahí abajo, al lado de esa fuente”, señaló Santiago desesperado. María del Rosario fue invadida por la misma ceguera que había nublado a su hijo mayor unos pocos minutos antes. No vio nada. No vio a Valentina que yacía ya inmóvil en el suelo. La vida de una niña, de una hija, de una hermana, de una amiga se escapaba en los fríos brazos de la muerte en aquella noche de llovizna.

Con mayor intensidad que la lluvia que caía, las lágrimas brotaron caudalosas por las mejillas de Luis Carlos, padre de Valentina. Había venido en su bicicleta desde su casa en el barrio La Soledad, atendiendo la llamada de Santiago, quien le había dicho que viniera pronto pues algo grave había pasado. Apenas llegó se encontró de golpe con su hijo, quien lo abrazó de inmediato para darle la noticia. Aquel hombre de 49 años, de cabello canoso, que hace 13 había visto nacer a su hija y que hoy la perdía, entraba en cólera y desesperación.

Caminó de un lado a otro de la calle 12 con los ojos clavados en la ventana del apartamento donde vivían su ex esposa y sus hijos. Sólo apartaba la vista para limpiarse las lágrimas que le impedían seguir mirando la tétrica escena en busca de una explicación. Gritaba, preguntaba, maldecía, daba puños al aire, golpeaba el piso con fuerza. Entretanto, Santiago intentaba detenerlo, buscaba una manera de contener esa ira, esa impotencia, ese dolor indescriptible que se apoderaba de su progenitor.

Nada colaboraba para darle un rápido trámite a la estremecedora situación. Valentina había caído en una terraza perteneciente a unas oficinas que ocupaban todo el piso cuarto y por la hora y el día se encontraba cerrado, por lo cual los bomberos, que habían sido llamados por la administradora al enterarse de lo sucedido, debieron subir desde el tercer piso con unas escaleras para poder llegar al cuerpo sin vida de la joven a fin de hacer el levantamiento, para el cual se hizo presente además el CTI de la Fiscalía.

Puede que sea la rutina, la costumbre de ver situaciones similares día tras día, que lo que antes los conmovía profundamente se haya convertido en nada más que un trámite, una diligencia más, pero parece que los agentes que acudieron en julio de 2006 a entrevistar a una aquejada y dolida madre carecían del mínimo tacto para atender un caso como este: “Zapato izquierdo a ocho metros del cadáver. Fractura en la parte posterior del cráneo”, telegrafió en voz alta uno de los oficiales en plena sala de la casa de la recién fallecida, en frente de su madre, su hermano, su padre y el compañero sentimental de su madre.

-¿Piensa usted que fue suicidio?- “¡No!” Contestaba segura su mamá. -¿Drogas?-, “No”. -¿Problemas con la familia, con el novio, en el colegio?- “No y no”, continuaba respondiendo con seguridad y atravesando con dolor este terrible interrogatorio carente de la mínima consideración. Después de un par de horas de preguntas insidiosas, Elkin y Santiago, su Padre, la nueva esposa de éste y su suegra conciliaron el sueño agotados y agobiados. María del Rosario no lo logró, sólo esperaba que fueran las siete de la mañana para llamar a Medellín a avisar a su familia de la trágica pérdida. No aguantó y a las seis y media de la mañana llamó a su hermana, momentos antes de salir a medicina legal por los despojos mortales de su pequeña. Ambas hermanas rompieron en llanto con la llamada.

El dictamen de la Fiscalía señaló que todo fue un desafortunado accidente. Que sucedió cuando la niña trató de escaparse a una fiesta con sus amigos, y, sabiendo que no tenía permiso por sus resultados académicos, decidió pasarse al cuarto de al lado por la ventana para evitar abrir la puerta que hiciera retumbar las paredes de drywall, y así salir silenciosa burlando la adormilada guardia de su hermano. Intentó la osadía amarrando sábanas a su cuerpo en un extremo y a la pata de su cama en el otro, como una ingenua medida de seguridad, con tan mala suerte que resbaló y al no resistir su peso, los nudos se deshicieron haciendo que cayera impotente hacia el abismo, desatando ese mal sueño, esa pesadilla para su familia. Esa implacable realidad.

La pesadilla no llegaba a su fin. Debido al desarrollo corporal de Valentina, los médicos de Medicina Legal no creían que apenas estuviera próxima a cumplir 14 años, pensaban que tenía cerca de 18, por lo que pedían a su acongojada madre entregar el certificado de nacimiento para poder hacer entrega del cuerpo para la realización de las exequias. Afortunadamente, un compañero de trabajo de María del Rosario movió sus influencias con el sindicato de la institución y permitió que este calvario burocrático llegara a su fin. No obstante, el arduo y tortuoso camino que esta familia debía recorrer, apenas comenzaba. Tan sólo unas horas atrás ninguno de sus miembros hubiera imaginado lo que este nuevo día traería consigo. Más adelante vendrían sacerdotes, lágrimas, sentidos pésames, psicólogos, pastillas para dormir, terapias, retiros espirituales, angustia, dolor…

En este nuevo día ya no estaba a su lado esa niña linda y querida, de sonrisa alegre y dientes grandes, de ojos claros y penetrantes. De pensamiento acucioso y profundo. De mente brillante y escudriñadora, que leía porque le gustaba, que decía las cosas porque así las sentía, aunque a veces prefiriera escribirlas. Que dormía todo el día y vivía siempre encerrada en su cuarto. Que peleaba con su hermano, que discutía con su mamá, que adoraba a su gata y que veía la vida de una forma que nadie más la veía. Que a veces era niña y a veces era mujer. Que dejó con su partida una huella imborrable en quienes la conocieron, quienes aún la recuerdan y desean que nunca se hubiera ido. Valentina Muñoz Calvo aún está en la mente de su hermano, de su madre y de su padre, de sus familiares y amigos, todos los días, todas las noches, todas las mañanas.

 

 

Todas las mañanas

Luis Carlos Muñoz Sarmiento

Todas las mañanas,/ cuando me paro frente al espejo,/ así no estés no puedo dejar/ de verte ni de sentirte a mi lado…

Todas las mañanas,/ cuando me miro al espejo,/ ahí estás tú, coges brocha y cuchilla/ dispuesta a afeitarme…

Todas las mañanas,/ con tu cara frente al espejo,/ desplazas la brocha con rabia por la mía/  y en el acto descubro que es mía la rabia…

Todas las mañanas,/ frente al espejo no puedo eludir,/ pasar de la rabia a la tristeza/ al comprobar que no estás…

Todas las mañanas,/ al mirarme al espejo,/ no puedo ocultar la sorpresa/ al notar que no soy yo…

Todas las mañanas,/  al descubrir que yo soy tú,/ no puedo evitar recibir una ráfaga/ de viento caliente en la mejilla…

Todas las mañanas,/ cuando me paro frente al espejo,/ verifico una y otra vez/ que aunque no estés, tú no te vas…

* Estudiante de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Pontificia Bolivariana. Colaborador de El Magazín, en Medellín.

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