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Un día de cacería

"Niña enferma". Fernando Alvarez Sotomayor.
«Niña enferma». Fernando Álvarez Sotomayor.

 

Sorayda Peguero

La escena se repite: el papá subiendo la puerta metálica del garaje. El papá sacando la camioneta del garaje. La niña con la cabeza cubierta por una toalla blanca, de pie, con su pequeño cuerpo apoyado en el cuerpo de la mamá. La mamá sosteniendo a la niña de un brazo. La mamá y la niña que se suben a la camioneta. Los tres que se van rumbo al hospital.Anoche la niña se puso mala.

La niña tiene nueve años. Desde que tenía tres, sufre de pecho apretado. Cuando un exceso de mucosidad le obstruye las vías aéreas –fosas nasales, boca, laringe, faringe–, se inflaman los tubos que llevan aire a sus pulmones. Entonces la niña siente que se ahoga. Un silbido inarmónico le nace en el pecho y empieza, de nuevo, su afanosa lucha por respirar. Amanda –la madre– dice que han visitado casi una veintena de médicos, que lo han probado casi todo: jarabes, antibióticos, inhalaciones de vapor de agua con Vaporub, baños de hierbas, friegas de aceites tibios y toda clase de infusiones y mejunjes embotellados y bendecidos por curanderos. Amanda lleva el pelo enroscado en un moño, una camiseta floreada, jeans oscuros, chancletas azules y unas ojeras inmemoriales. Con las manos agarradas a los barrotes del portón, Amanda le dice a mi madre que no puede más, que la niña se le pone mala a cada rato. Que está cansada de verla sufrir, y de sufrir con ella. Le pide que la deje pasar al patio. “Voy a probar lo del lagarto”, le dice.

Es un día cualquiera. Pleno invierno en el Caribe: 30º C a la sombra. A las 10:45 de la mañana, Amanda, mi mamá y Sisi –la señora que ayuda a mi madre con los quehaceres de la casa– emprenden la captura del lagarto.

Determinan aspectos importantes de la búsqueda. Las tres convienen que lo mejor es dividirse el patio por zonas. “Tiene que ser de los grandes”, dice mi madre. “Y verdecito”, apunta Sisi. Según la receta de la vieja Fellé, se agarra un lagarto vivo, grande y muy verde. Se pone a calentar una vasija de aluminio con una taza de leche. Cuando la leche rompe a hervir, se echa el lagarto en la vasija, se tapa y se deja escaldar diez minutos. El enfermo de pecho apretado se toma esta leche. Santo remedio.

Quizás empiezo a estar desentrenada para bregar con esta realidad. Esta realidad segura, como el tórrido sol, como la polvareda de la cuaresma y los aguaceros inesperados. Esto debería parecerme normal, y no estoy escandalizada, pero la imagen no deja de parecerme un poco kafkiana. Será cosa del tiempo y la distancia. Será… Lo pienso mientras murmuro un deseo: que no aparezca ni uno. Que en este preciso momento, todos los lagartos que viven en este patio se encuentren reunidos en el patio del vecino, debatiendo asuntos propios de lagartos, o aún mejor, que hayan sido invitados a una convención de lagartos antillanos, en un monte perdido de Jamaica, Puerto Rico o de Antigua y Barbuda. Amén.

A Sisi se le clavó una espina de coralillo en el pulgar derecho. Aprovechan para hacer una pausa. Repasan la estrategia: “sería bueno traer una escalera” –sugiere Amanda– “Los saltacocotes siempre andan gabeando”. Amanda se refiere a los Anolis, una especie de lagartos, famosos en la isla por su supuesta tendencia a saltar al cuello de los humanos. “Y un pote, hay que buscar un pote para echarlo”, anota mi madre.

El sol no tiene piedad.

Las tres mujeres están sudorosas, exhaustas y despeinadas. La hora de comer está cada vez más próxima y el lagarto no aparece. Sisi dice que se lo huelen, que los lagartos se están escondiendo. La cosa se complica y el calor aprieta, pero hoy la niña no fue al colegio. Sigue mala. Hay que insistir. Conseguir ese lagarto como sea.

Después de dos horas y media de diligente cacería, esto fue lo que ocurrió: un lagarto vivo, grande y muy verde luchó por sobrevivir a la persecución de tres mujeres. No lo consiguió. Media hora más tarde, ya en la cocina de Amanda, el lagarto batalló por escapar de una cacerola con leche hirviendo. Tampoco lo consiguió.

“La vida cotidiana en América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias.” Gabriel García Márquez se lo dijo a Plinio Apuleyo Mendoza en una de sus largas conversaciones. “La realidad no termina en el precio de los tomates o de los huevos –dijo García Márquez a su compadre–. Basta abrir los periódicos para saber que entre nosotros cosas extraordinarias ocurren todos los días”.

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