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Trazos

 

Apocalyptic background - flash and lightning in dramatic dark sky

Daniela Díaz Lozano

Para amedrentar las horas en las que mi boca buscaba sus labios, llegaba la palabra. Tranquila, se asomaba con valentía entre los muros y se detenía, franca y precisa, en mis manos. Las pupilas olvidaban el vacío con la espesura de las líneas, y renacía para la soledad del momento una compañía premonitoria. Una vez llegó a mí en poema su trazo arriesgado y directo. Los instantes dispuestos a este, imprimían sobre el lugar y el tiempo, determinaciones irrepetibles, entregadas al espectador como destellos de un aura incierta. Ese entretejido especial entre espacio y tiempo, entre la premeditación del trazo y su existencia, marcaba un lapso de unicidad inmanente que perduraba tras sí mismo. Así, si cada trazo era el reflejo de la relación entre la idea y la hechura, se estaba entonces ante la impresión de un sentido de inmortalidad fragmentado.

Ya había dicho un autor japonés -con cierta seguridad desconcertante- que la eternidad no consistía en la prolongación del tiempo, sino en su fragmentación. Dentro de esta teoría literaria japonesa recordaba yo la hipótesis sobre la longitud del Universo que, a decir verdad, nunca aprendí su nombre. La teoría postulaba que el Universo era finito, pero ilimitado; es decir, tenía un lugar y un tiempo de inicio, y un lugar y un tiempo de fin. Sin embargo, entre estos, la distancia podía subdividirse infinitamente, tal como pasa entre los números del 0 al 10. Por tanto, lo importante de la eternidad no era la longitud, sino la división. Las distancias no representaban cercanía o lejanía alguna respecto a ningún punto, sino más bien semejaban un campo de cavilaciones ilimitadas, logrando siempre reducirse a un algo más, un algo siempre nuevo, genuino, estremecedor. Resultaba entonces imposible no pensar en aquel trazo como una prolongación de sí mismo, dándose en tiempo y lugar como una experiencia irrepetible y, por tanto, inmortal.

De esta manera, esa quintaesencia que se daba en toda la experiencia del trazo, creaba en la atmósfera eso que un pensador alemán algún día (o noche, quizá) nombró autenticidad. Al trazo llegaba entonces el aquí y el ahora, no como posiciones metafísicas del espacio y el tiempo, sino como circunstancias sensibles de la vida. Esto lo dotaba de una especie de religiosidad, pues como fenómeno de creación sólo existiría una vez y, por ende, el trazo se constituiría como una experiencia igual de auténtica a él mismo. Como las maneras en que existen los milagros, así existía su trazo. Eso sí, su trazo no era un milagro respondiendo a un acontecimiento inexplicable de determinada circunstancia, sino que se asemejaba más a un momento fuera de sí.  Ese estado, el fuera de sí, podría corresponder a una relación del trazo con su función ritual, es decir, a una experiencia religiosa más que a una religiosidad en sí misma.

El milagro ocurría en un aquí y un ahora que lo liberaban de ser constante y lo transformaban en una experiencia milagrosa. Sino fuera de esta manera, el milagro no sería un momento de culto, de estremecimiento, de fe pura y orgánica. Su trazo y el milagro ocurrían de la misma manera: fuera de sí. Nadie sabe por qué ocurre, cómo ocurre, cuándo ocurre, son momentos que se superan a sí mismos y terminan siendo un frenesí. El trazo es posible en sí mismo cuando existe como tal, ni antes ni después, ocurre cuando tiene que ocurrir, y eso es todo.

 

 

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