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Tempestad

Andrés Osorio Guillot

Nos habían dicho desde pequeños que “después de la tormenta venía la calma”, pero nunca nos dijeron el tiempo que podía llegar a durar la tormenta. Seguramente pretendían llenar el vacío diciendo que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, pero tampoco supieron explicar por qué Colombia era la excepción a la norma.

Volvían los vientos electorales. Nuevamente atiborraban nuestros sentidos con frases e imágenes insulsas y poco transparentes. La hipocresía se alzaba en nombre del populismo. El Estado hacía presencia en los lugares en los que normalmente no llegaban ni los ecos de aquellos gritos que dijeron “auxilio”. Tamales, tejas, sancochos, bonos de mercado por 300.000 pesos, transporte gratis, seguridad, aumento del sueldo… Las ofertas no se hacían esperar, las mentiras tampoco. Los dejaban morir de hambre para que cada cuatro años pudieran volver a ofrecerles un almuerzo o un mercado y así pudieran comprar su voto. Daban la espalda a la violencia para que cada cuatro años pudieran decir que en su gobierno sí habría justicia y paz. Su bandera siempre era la misma, solamente que en épocas electorales la lavaban y desempolvaban la mugre que acumulaban en aquella bodega de la infamia, la negligencia y el olvido. Parecía una bandera limpia, nueva, tersa, capaz de dejarse llevar por vientos de paz y prosperidad.

Las plazas eran el epicentro de la bulla, la algarabía, la incertidumbre. Algunos tenían el bello error de la esperanza, otros se mostraban incrédulos, no por resignación sino por costumbre. Todos los políticos son la misma mierda, en elecciones sí están con el pueblo, pero los eligen y se olvidan de nosotros, decían algunos.

La carroña aparecía en campaña. La reputación de uno se basaba en ensuciar la imagen del otro. Argumentos para qué. Sembremos miedo que es más efectivo y más barato. Eran tan canallas que desprestigiaban otros países, como si aquí viviéramos en palacios de cristal. Por debajo de las mesas se alistaban los fusiles y la munición. Por debajo de cuerda aparecía el clientelismo y la corrupción de siempre. “Ayúdeme con estos voticos y yo le aseguro un puesto en mi gobierno”. En esa frase se resumía todo. El bienestar colectivo dejó de ser prioridad. Capital, capital y más capital.

¿El Salado? ¿Ituango? ¿Pitalito? ¿Chocó? ¿Buenaventura? ¿Eso hace parte de mi país? Yo creí que se trataba de gobernar desde El Palacio de Nariño. Si hay asesinatos sistemáticos, sálgase por la tangente. Invente que son líos de faldas, que son casos aislados, que son venganzas o que eran delincuentes y tenían cuentas pendientes con la justicia. Vamos a revictimizar. Esa bulla de las protestas no les va a ayudar en nada. No dejemos que florezca la esperanza y la conciencia, vamos a reducir impuestos, a subir los salarios. Creemos distractores, llamemos a los medios para que hablen de deportes, digan que todo lo que dicen son montajes, yo jamás he dicho eso, siempre he sido consistente y coherente.

Y siempre resultan ser afortunados, porque sus estratagemas resultan, y no les importa a costa de qué. Mientras arreglan contratos y “construyen país” desde sus escritorios, afuera todos pelean porque nos hicieron creer que somos “mamertos” o “uribistas”. Porque seguimos siendo la Patria Boba y la del Frente Nacional. Siguen matando líderes sociales a diestra y siniestra. Los discursos comunitarios se pierden en el miedo, en la amenaza, en el pánico. “Aquí matamos a quién se nos dé la gana. Si no se va, alístese para su entierro, hijueputa”. Resultamos en el país donde el delito es educar y no asesinar. Más vale la ley del más fuerte que la del más educado. “Para qué estudia y busca trabajo si matando a Temístocles le damos cinco palos”. Y el dinero se va en trago, drogas y joyas. Y el porvenir se evapora, se lo lleva el viento de las ráfagas que producen las balas o se lo lleva el río donde terminan los cuerpos de quienes pensaron distinto.

En las iglesias de las plazas se escuchan los ecos de quienes piden justicia, paz y reconciliación. Un tejido de voces se reúnen en ese eco donde pareciera que se asoman las voces de quienes ya no están. Pareciera que entre las arengas de “Que la paz no nos cueste la vida” surgiera un grito de “Por favor no me mate”. Las memorias batallan contra la impunidad y las minorías buscan atraer a esa inmensa masa de personas que ignoran las sombras del mal. No hacemos nada porque a nosotros no nos toca la guerra, el olvido y la negligencia. Mientras mi empresa sea próspera, se pueden seguir matando allá en el monte. Mientras callemos y demos la espalda, la violencia y la corrupción seguirán siendo más comunes que un café al desayuno. Mientras sigamos siendo cómplices del silencio y la indiferencia, el país seguirá diluyéndose en lo que pudo ser y no fue. Que no se pierdan esos futuros prometedores en las ciencias y en las artes. Que nadie nos arrebate la esperanza y las utopías. Aún hay mucho por hacer, y no habrá Águilas Negras ni Autodefensas que detengan el clamor del cambio y la reconciliación.

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