José Luis Elorza (*)
Llovía a cántaros la noche en que Severo León se convirtió en asesino. Era un hombre bueno. Quizás fueron los celos. Al llegar a casa vio una sombra moverse a la altura de la ventana, como huyendo de la indecisa luz de los relámpagos. Pudo haber sido la rama de un árbol, o la sombra proyectada por la vela que ardía sobre el tablón de la cocina. Pudo haber sido un hombre. Pudo haber sido… Pudo. Pudo.
Violeta Paredes, hermosa, rozagante, esperaba a su esposo en la sala, cargando a su niño de dos meses. Algo debió advertir en los ojos de su marido cuando le vio aparecer bajo el dintel de la puerta. Le vio desembarazarse del impermeable empapado. Le vio venir hacia ella con la muerte ardiendo en sus ojos bestiales. Le vio sacar su cuchillo de matar ganado. Le vio la frente pétrea cuando la tomó por el cuello con sus zarpas y la llevó contra la pared. Lo último que vio fue el filo helado y quemante del arma que le escurrió la vida.
La vio desplomarse con la criatura en brazos. La contempló mientras caía boca abajo, sin soltar al niño, que se ahogó en la caudalosa sangre caliente de su madre. Y esperó, Severo León esperó, aguardó la exhalación del último suspiro. Lo que vino después fue carpintería para él: clavó el cuchillo en la cabeza de su esposa muerta y cortó, cortó impasible y sereno hasta llegar al sur de la vagina. Al niño ni lo miró.
Los policías miraron con pavor la mujer abierta como una res, el niño relleno de sangre y el asesino sentado en el suelo mirando al vacío con los ojos muertos. En la cárcel municipal, al oír pasar el cortejo fúnebre, un reo mueve la cabeza de un lado a otro como buscando el doblar de las campanas. El preso foráneo con quien comparte celda le pregunta:
-¿Conocía usted al difunto?
El hombre cierra los ojos, aspira hondo como saboreando un aroma placentero, familiar, y el recuerdo de unos ojos hinchados de pánico deslumbrado le impele a responder sin titubeos:
-La conozco tanto, que la conozco hasta por dentro.
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(*) Colaborador.