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Tango​ ​de​ ​un​ ​fantasma​ ​que​ ​buscaba​ ​la​ ​redención

Andrés Felipe Castañeda 

Vivía en una casa vieja, con el techo y las paredes llenas de grietas, atando cabos de su antigua vida, fluctuando entre las sombras escasas mientras el sol se paseaba por las paredes y los rincones, colándose por entre los agujeros del techo. A veces se quedaba en un rincón mirando la luz del sol, que entraba con una forma irregular perforando la oscuridad, borrando los dibujos del papel de colgadura de las paredes. Vio durante años cómo esa casa vieja -su casa- se iba transformando en un lugar maltrecho, lleno de espantos y espíritus resentidos.

Le atormentaban las costumbres de los demás fantasmas, que aguardaban la noche para asustar a los vivos, penetrando en habitaciones extrañas, desordenando objetos, abriendo ventanas, tocando puertas con las uñas largas. Sucede que las vibraciones en el aire que produce el miedo natural de los vivos por los muertos hace que los fantasmas, sin perder su condición de etereidad, adquieran características propias del plano terrenal lo cual les permite encender y apagar luces a voluntad, mover objetos, tocar puertas o quebrar espejos.

El miedo de los vivos produce en los fantasmas una sensación demasiado parecida al placer o la diversión, por eso había espíritus maliciosos que habían decidido cambiar su rumbo y quedarse para siempre. Algunos emigraban de un lugar a otro como peregrinos oscuros que van por el submundo repartiendo malos augurios, otros permanecían estáticos, en la misma casa durante años atormentando a sus dueños que se renovaban cada cierto tiempo y otros más acompañan a una familia eternamente, como una maldición sobre todos sus miembros, imperdurable en el tiempo.

Él en cambio se aferraba a su rutina de fantasma. Llevaba seis décadas en su casa vieja, siendo testigo del paso del tiempo. Desde la ventana de su habitación vio la metaformosis del mundo: vio la ciudad incendiarse, vio las viejas casas desaparecer para ser reemplazadas por edificios que desafiaban la inmensidad el cielo, vio cómo las calles se llenaban de cuerpos que iban y venían, y escuchó el aire llenarse de sonidos nuevos y extraños. La quietud de la muerte estaba poblada por un silencio majestuoso, sí, pero ese
espacio que ocupaba él estaba lleno de los ruidos de la ciudad emergente. A menudo los ruidos, los sonidos, las voces, lo distraían, le resultaban agradables, pero a veces anhelaba el apacible y largo silencio de la eternidad.

El fantasma podía escuchar a los muertos y a los vivos: los sonidos se fundían hasta que era imposible separarlos y escuchaba todo como en un tercer plano, por lo que a menudo no reparaba en detalles. La rutina, en cambio, ocupaba toda su atención: una vez por semana, los domingos (porque contrario a lo que pueda creerse, los fantasmas tienen una concepción fidedigna del tiempo: pueden sentirlo en sus horas, en sus minutos, en todos los pequeños fragmentos que componen un segundo y así van construyendo su tiempo de segundos y minutos, de años y de siglos) limpiaba su tumba abandonada y solitaria y llevaba flores frescas que arrancaba de los jardines del cementerio.

La fuerza que los demás fantasmas utilizaban en asustar a los vivos, él la usaba en cuidar su tumba, afanoso del día del desprendimiento último, cuando finalmente pudiera cruzar el umbral y acariciar la luz esquiva. Pasaba los días en el silencio de las casas viejas, recordando
fragmentos de su vida, cruzando conversaciones escasas con algunos fantasmas y en las noches recorría las mismas calles, desandando sus pasos. Entonces caminaba despacio por la misma calle oscura, evocando el fulgor del licor en su cabeza y se giraba al escuchar su nombre, el sonido de su nombre, más bien, fijado para siempre en el espacio, en las vibraciones del aire, aunque audible solamente para él: «¡Medina!». Un segundo después, una sombra se abalanzaba sobre él y le propinaba cuatro puñaladas para desaparecer luego, dejando solo el silencio. Entonces, cada noche Medina, el fantasma, volvía a morir, volvía a representar su muerte, su desencarnación, en el mismo callejón oscuro de hace sesenta años.

Así había pasado seis décadas: representando su propia muerte cada noche para hallar la redención, para encontrar el perdón de Dios. Fue una nota lo que llamó su atención, un sonido que cruzó entre el ruido de su muerte y halló lugar en sus oídos. Era una nota inconexa, el inicio de un arpegio o el rumor de un bandoneón: la nota vibraba en el aire y se repetía pero no podía encontrarla. Fue en busca de ella. Persiguió la nota en su trayecto nocturno, buscando que las vibraciones del aire encajaran en las curvas de su memoria y completaran la melodía. Regresó a la cantina, rodeado de sus recuerdos de olores y espectros desarrapados, que no eran más que manchas en su propia memoria. Volvió a sentir el ardor del trago en la garganta y se levantó para pagar su cuenta. Fue en ese momento, mientras se levantó de la mesa, pagó la cuenta y se ajustó el sombrero para salir, que la nota tomó su lugar entre todos los sonidos. La canción comenzó a vibrar en su cabeza con un brillo nítido y luminiscente, y siguió sonando cuando salió de la cantina hacia el callejón oscuro:

«Pero una noche de esas
allá en Avellaneda
guapeándole a la yunta
por dentro el arrabal,
sonaron cuatro tiros
y sobre la vereda
caía Cruz Medina
blandiendo su puñal…»

En ese instante, la sombra se abalanzó sobre él y sintió la inminencia del metal en el lugar en que en vida estaban sus carnes. La sombra desapareció y Medina cayó al suelo. Sintió por primera vez en sesenta años el tacto de su puñal en el bolsillo derecho de su chaqueta. La canción siguió vibrando en su cabeza hasta que todo, el sonido y las luces, se fundieron en un silencio oscuro y pesado.

Esa noche, el fantasma no regresó a su casa.

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