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¿Su querida presencia?

plazache 

Ángel Castaño Guzmán

En la madrugada del miércoles 19 de octubre un grupo de alumnos de la Universidad Nacional pasó una capa de pintura blanca sobre el retrato del Che Guevara, dibujado con brocha gorda en la fachada del auditorio León de Greiff. Al conocerse la noticia, los comentarios a favor y en rechazo de la “intervención” no se hicieron esperar: se abrió un debate alrededor de la pertinencia que una efigie del patrono del ímpetu revolucionario presidiera y le diera nombre a la plaza central de la Universidad Pública más grande –en términos de cobertura y reconocimiento mediático– de un país en el cual la violencia política ha roto los diques de la cordura y cubierto de sangre a todos los estratos sociales. Ese día propuse en la red Facebook aprovechar el hecho para reemplazar la imagen del Furibundo Serna –mote dado a Guevara por sus compañeros de rugby– por las de Jaime Arenas, dirigente universitario asesinado por el Eln después de desertar de sus filas y denunciar en La guerrilla por dentro la testarudez dogmática de Fabio Vázquez y demás cabecillas de ese grupo insurgente; Yolanda Izquierdo, defensora de los campesinos, víctima de las balas paramilitares; Genaro García, líder afrocolombiano ultimado por las Farc; Uriel Gutiérrez, estudiante caído en tiempos de la dictadura de Rojas Pinilla. Mi modesta proposición iba encaminada a hacer de ese emblemático sitio de la vida académica colombiana un monumento a los compatriotas triturados por la máquina de la barbarie. Algunos contactos se sumaron gustosos a la iniciativa mientras otros esgrimieron razones sentimentales para objetarla y pedir el regreso del Che. El viernes 21 otro grupo estudiantil delineó el rostro del argentino en su antiguo lugar. En el fondo, poco importa si la figura de Guevara permanece en la pared o es borrada. El interés despertado por la noticia podría ser la excusa para discutir alrededor del tipo de rebeldía no solo necesario sino útil en nuestro sistema democrático. ¿Sigue siendo un personaje con un fusil el símbolo del inconformismo juvenil y ciudadano? ¿No habrá acaso ejemplos más adecuados para abanderar la provechosa sed de cambio de los jóvenes y de los partidos políticos?

Si lejos de la efervescencia sectaria se examina con lupa el legado del Che Guevara dos cosas mayúsculas saltan a la vista: Guevara consagró sus energías, talentos y virtudes a la conquista del paraíso socialista: un sueño rápidamente trocado en pesadilla. Hasta el final fue un hombre de una sola pieza, voluntarioso, inflexible: un jesuita de la guerra –apelativo empleado por él para llamar a los soldados de su guerra santa contra el imperio del mal: los Estados Unidos–. A pesar de la aparente bondad de su utopía, tampoco se puede obviar que su fe ciega en la violencia redentora es una de las principales causantes de las tropelías de la izquierda armada latinoamericana. En el Mensaje a la tricontinental no tuvo empacho en instar a sus seguidores a emplear “el odio intransigente al enemigo” para proceder con la eficacia de una “fría máquina de matar”. Da escalofrío leer su bravata al enterarse de la salida diplomática a la crisis de los mísiles en Cuba, concertada por Kennedy y Khruschev: “Si los cohetes hubiesen permanecido en Cuba, los hubiéramos utilizado todos, dirigiéndolos contra el corazón de los Estados Unidos, incluyendo Nueva York”. Por fortuna, el presidente gringo y el jerarca soviético estaban provistos de nervios de acero y no eran tan rápidos para desenfundar la pistola.

El fanatismo ideológico del Che pasó del campo de las teorías al de la práctica: según varios historiadores, él fue el responsable de la puesta en marcha del eficaz aparato de seguridad cubano que arrasó con la libertad política en la prensa y en las aulas universitarias. También fundó en Guanahacabibes un penal de reeducación, pionero en la isla, al cual fueron llevados a la fuerza disidentes políticos además de homosexuales, testigos de Jehová, sacerdotes, entre otros sujetos molestos para el régimen castrista. Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas, es un elocuente y dramático testimonio de la existencia dantesca en esos sitios. Para Guevara, como para los cruzados y los inquisidores, el planeta está sólo compuesto por “los aliados” y  por “los enemigos”. Los primeros, desde luego, eran quienes comulgaban con sus rojos ideales. Los segundos, el resto de la gente. Semejante sustrato ideológico convierte a la Che-manía en una antítesis de los valores de la democracia liberal: tolerancia, respeto por los otros, autonomía individual y solidaridad social. En palabras del ensayista y editor mexicano Enrique Krauze, la herencia guevarista no contribuye al fortalecimiento de las débiles democracias hispanoamericanas: las menoscaba, por el contrario.

¿Entonces? ¿Por qué no, acogiendo la sugerencia formulada hace unos años por el profesor Juan Luis Rodríguez, propiciar un debate para ver quién o qué podría convertirse en el nuevo símbolo de la plaza y de esta generación, la del postconflicto? ¿Seguirán los jóvenes de hoy, muchos de ellos nacidos después del fin de la Guerra Fría, cargando con modelos de naturaleza cuestionable? En lugar de mártires hundidos hasta el cuello en las trincheras de las utopías, el país requiere hoy con urgencia de una sociedad civil crítica, deliberativa, empeñada en conquistar con argumentos, no con tiros, las reformas sociales necesarias para hacer de Colombia una casa grande. ¿No sería muy distinto el mensaje dado por los movimientos altermundistas presentes en la Unal si los visitantes de la plaza universitaria vieran dibujados a Manuel Ancízar, José Martí, Lázaro Cárdenas, Manuel Azaña, George Orwell, Alfonso López Pumarejo, Rosa Parks, Martín Luther King, Jorge Gaitán Durán, Jane Goodall, Desmond Tutu, Monseñor Romero, Guillermo Cano, Lech Walesa, Jaime Garzón, Rigoberta Menchú? Todos ellos cuestionaron con vehemencia al status quo sin desatar en el camino a los jinetes del apocalipsis.

Post scriptum: en la noche del 24 de octubre el rostro de Jaime Garzón fue pintado en la fachada del Auditorio León de Greiff.

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