
Fernando Araújo Vélez (*)
Por ahí, callados o gritones, emborronados o sutiles, definidos, enmarcados o difusos, prepotentes y sabios, los oye y los ve expulsar sus verdades. Se escribe para decir algo, dicen. Y él los escucha, y quiere escribir que el pantano es violeta, que los dinosaurios son frágiles, que alguna vez vio a un tigre sonreír, y que más de una vez lo sintió llorar, pero no pudo. No pudo porque la primera palabra en el papel oscurecía su pantano, y luego resultaba que ni siquiera era pantano, sino dinosaurio destructor, o tigre, sí, pero tigre hambriento, animal infinito, ¿eterno humano?
Entonces se le aparecieron un hombre, una mujer, y eso que llaman amor, pero él no quería hablar o escribir del amor eterno rayo luminoso fulminante, del amor te amo y te amaré más allá de las estrellas. Quería, en tal caso, hablar del amor trauma, del amor interés deseo vanidad temor, que lo pide todo a cambio de nada. En fin, del amor de todos los días, del amor humano, ese que siempre muere porque lo descubren o lo entienden seguro, ese que prefiere languidecer antes que matar.
Pasa la hoja, pasa otra hoja y aparece otra hoja más, en blanco. Y de nuevo se aplazan sus frágiles dinosaurios, y de nuevo se aplaza su poema perfecto.
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(*) Periodista, escritor y editor de El Magazín online y de la sección de cultura del periódico El Espectador. Además, tiene a su cargo la edición de los Lunes Festivos