El Magazín

Publicado el elmagazin

Señor Julio Cortázar (Correspondencia tardía)

JC
Por: Sorayda Peguero Isaac

Hay frases que, en ciertas circunstancias, duelen como puñales clavados en el pecho.

Era una tarde luminosa en París. El sol flameaba como una copa de fuego y en los parques relucían los colores ocres del otoño. Era noviembre de 1951. Usted miraba por el ventanal de su habitación del tercer piso del pabellón autóctono de la Cité. Sentía que tanta belleza, y tantos recuerdos mezclados, le dolían. Usted, que por aquellos días estaba flaquísimo, que por las noches leía El romance de Tristán e Isolda y que dormía tan mal, había estado ordenando sus cajas de libros y papeles, que llegaron ese mismo día desde Buenos Aires. También llegaron sus láminas de Miró, de Matisse y de Klee, que enseguida colgó en las paredes desnudas de su cuarto desangelado.

Usted no estaba triste, pero no estaba contento. Buenos Aires le hablaba en susurros a través de sus cosas. Porque no eran sólo cosas, eran momentos, lugares y voces; eran las caras de los afectos fundamentales que se quedaron agitando la mano en el muelle, y era esa frase que leyó en uno de sus libros, esa frase que lo partía en dos: “Los que se van dejan de ser interesantes”. Usted dijo que sabía de sobra que aquella frase era bien cierta, porque entendía de esas cosas. Porque sabía –como yo sé– lo que significa irse. Lo entiendo. Entiendo las pesarosas letanías de inmigrante novato que volcaba en las primeras cartas que escribió desde Europa. Entiendo que nunca quisiera aceptar la teoría de que los amigos pueden sustituirse, y su necesidad de convocarlos cuando se encontraba ante algo bello. “Porque una cosa es elegir y otra aceptar”, y usted, que eligió París, jamás aceptó la lejanía de su gente más querida.

Suerte de las cartas. Usted las consideraba vitales. Escribir a un amigo era un acto de fe, “una operación agresiva contra el tiempo”, la única manera de reemplazar las conversaciones suspendidas por la distancia. Le gustaba escribir largas cartas a sus amigos mientras tomaba mate amargo o té de limón, sentado ante la única mesa que tenía en su cuarto parisino, la que usaba para dos cosas esenciales: comer y escribir. Usted decía que en cada una de sus cartas había puesto lo mejor y lo peor de su mente, y siempre, su sensibilidad. Su vida entera quedó plasmada en sus cartas. Tantas cartas que, por fortuna, no corrieron la suerte de olvido y extinción que usted les vaticinó. No se ofenda si le digo que me gustan más sus cartas que sus libros. Leyéndolas he aprendido cosas de mí misma, de mi condición de expatriada voluntaria, de esa nostalgia líquida que permanece suspendida en una gota que no se desprende nunca. Sus cartas son como espejos en los que, salvando las distancias, he visto reflejadas nuestras “parecidas diferencias”.

Escribir en hojas de libretas rayadas, en folios blancos o en el reverso de postales peregrinas está cayendo en desuso. Ya casi nadie escribe cartas. Muy pocas criaturas conservan esa costumbre. Excepto los cronopios obstinados, que continúan comprando sellos en un estanco, que saborean la solapa pegajosa y dulzona de un sobre y que, silbando una melodía simplona, se acercan a la oficina de correos, sorteando baldosas y charcos de luz.

Celebro sus cartas y su “repugnante sentimentalidad” autoproclamada y esa manera de conmoverse por las cosas verdaderamente importantes: una rosa, un gato, un cielo rojo reflejado sobre las aguas del Sena, un nido de gorriones, la voz de Louis Armstrong, los paseos al anochecer, un poema de Keats, usted ya sabe: “cosas que pagan viejas deudas de la vida”. Celebro su necesidad de aprender a ver, su miedo a perder “la mágica mirada”, ansiosa como la de un niño que camina sin rumbo, perdiéndose, encontrándose, mirando siempre hacia arriba. Marcharse tiene implicaciones dolorosas que nos acompañan siempre. No importa el espacio ni el tiempo, lidiar con las distancias largas nunca ha sido una tarea fácil. Pero usted descubrió el modo de distraer la melancolía, enfrascándose en la belleza que lo rodeaba. Algo he aprendido –espero– de su decidida voluntad de ser siempre un turista.

Aquella tarde de noviembre, después de ordenar papeles y libros, usted salió a dar un paseo por el barrio de la Sorbona. Bajó por la orilla izquierda del Sena. ¿Recuerda? Por la rue Saint-Jacques. Se detuvo a mirar la Torre Jean Sans Peur. Después entró a la oficina de correos. Tres cartas lo esperaban. Tres cartas, de tres amigos. Entonces, le hizo un digno corte de mangas a la frase que antes lo había herido. Porque, como usted decía, como escribió en una de sus cartas: “¿Hace falta más, cuando se sabe que lejos, a la distancia, hay corazones que se acuerdan de uno?”. Usted sabe que no, que no hace falta mucho más, que “bien puede uno ser un poco feliz, así”. Esté donde esté.

Hay frases que, en ciertas circunstancias, abrigan como mil soles bordados en el pecho.

[email protected]

Comentarios