Andrés Álvarez
Cuando me bajé de la flota, esa sonata insoportable de un Jorge Villazón que había retumbado durante todo el camino se fue dispersando poco a poco. La paz se apoderó del lugar cuando el viento empezó a vibrar entre los árboles y caminos pedregosos que parecían más brillantes con esa luz blanca intensa, obsesionada y de alguna manera, mansa.
Hace tiempo que no venía y de no ser por la llamada urgente de mi madre, no me hubiese aparecido por estas tierras que resguardan mi niñez y parte de mi adolescencia. Abrí nuevamente la botella de aguardiente que ya andaba en la agonía de su existencia, tomé un poco y emprendí el largo camino hasta la finca de mi madre.
Sentía que la luna caía y se levantaba y que el silencio presionaba mi cabeza. Me podía mantener firme por un rato pero a cada tanto debía agarrarme de los árboles que rodeaban el sendero. El anís se percibía en mis narices y se entremezclaba con la mierda de caballo y uno que otro árbol de caña que me encontraba a medida que caminaba.
Más adelante, luego de pasar la finca de don Pascual y la tienda de doña Edelmira, vi que algunas gallinas se escapaban de sus corrales y que, a medida que me les acercaba, éstas salían a correr… No me pregunté por qué habría gallinas en medio de la noche sobre el camino, hasta que vi a una de ellas sin cabeza, con las patas moviéndose y disimulando un picoteo. Di dos pasos más hasta que mi cerebro procesó la imagen y me alarmé un poco. El alcohol se me disolvió a tientas y me quedé mirando fijamente al animal. En efecto no tenía cabeza pero revoloteaba frente a mí, inclusive graznaba sin ningún tipo de problema, como si el ave no se diera cuenta de su realidad, como si la negara.
Era demasiado grande para ser una gallina, un gallo, una paloma… Entonces, mientras dejaba caer mi maletín, deduje que se trataba de un pavo. Mi abuelo, que en paz descanse, siempre me decía que el diablo por acá no tenía ni patas de cordero, ni cachos de toro, ni barbas largas… No era rojo, ni verde: el diablo era un pavo sin cabeza. Ahí fue cuando me asusté, mi sangre absorbió el aguardiente y me quedé pasmado. Respiraba, pero no sabía si lo hacía bien, cuando aspiraba profundamente sentía que el aire no me llegaba a los pulmones.
Esas plumas blancas, esas patas rojas gruesas, intercedidas por unas vertientes orondas que generaban un relieve fuerte y resistente me intimidaban, me suspendían. No me puse a pensar en qué me haría el diablo, sino en cómo evitarlo. El animal se quedó quieto y yo, mientras tanto, recordé que el abuelo decía que la única forma de evitar al diablo era rezar diez avemarías, tomarle una de las patas y arrancárselas, salir corriendo y no dejar que le pegara a uno con una de sus alas.
Pasé saliva, miré alrededor y sólo me acompañaban las tinieblas… “El diablo se le aparece a los borrachos”, aseguraba mi madre y torciendo la boca tomé la botella de aguardiente y se la tiré al animal sin cabeza. Éste se alejó un poco y aleteó, se perfiló de lado y yo, ya con una camisa entre mis manos que había sacado del maletín, me le lancé, lo cogí de las alas y lo mandé al suelo. Luego, puse todo mi cuerpo encima del pavo sin cabeza que no dejaba de graznar y liberé una de mis manos, tomé una de las patas y con toda la fuerza se la desprendí, dejando algunos resquicios de sangre oscura e hilillos de carne sobre la camisa. El berrido del animal casi me deja sordo. ¿Qué cómo berrió sin cabeza, sin pico? Vaya usted a saber las mañas del ‘patas’.
Me levanté, tomé el maletín y me fui corriendo cuesta arriba. Corrí y sudé tanto en medio de esa noche que, luego de asegurarme que el diablo no me alcanzara, me tiré debajo de un árbol… Respiré profundo y recordé que no había rezado los diez avemarías: “Mierda”, dije en voz medio alta al principio y muy baja al final y cerré los ojos.
“Mijo tomó mucho anoche”, me dijo mi mamá cuando sostenía un plato con caldo de papa. Yo medio abrí los ojos y el dolor de cabeza me pegó de nuevo contra la almohada. “Ya levántese mijo que es tarde”. Estaba en el cuarto de huéspedes, que no es más que una cama y una mesa de noche medio destartalada que había al lado; la cama era la mía, la de siempre y las cobijas también. El sol entraba directo a mi cara por el ventanal de una de las paredes y mi madre, con su repetitiva falda larga y su saco de lana cubriendo una blusa vieja, descolorida y medio amarillenta, se mantenía debajo del marco de madera de la puerta.
—Siga mamá, no se quede ahí —le dije a ella, con una voz ronca y medio ineludible. Mi madre siguió al cuarto.
—Su tío José tuvo que ir a recogerlo —me contó ella, mientras dejaba el caldo encima de la mesa de noche. Extrañamente el caldo olía más a naranjas frescas que a caldo—. Lo llamaron y le tocó ir hasta donde don Juvenal, que ud. andaba por esos lados, tirado…
— ¿Y dónde está el tío? —Le pregunté mientras me incorporaba y tomaba la cuchara para revolverla en el caldo.
—Ese ya se fue para el trapiche y luego pal pueblo a vender el maíz de ayer —respondió mi madre, mientras se frotaba las manos con un trapo que sacó de uno de los bolsillos del saco. Se sentó a mi lado, mientras yo me apretaba la cara y la cabeza con mis manos.
—Ayer se me apareció el diablo mamá, ¿no vio el maletín manchado de sangre, o los pantalones que traía?
—Mijo sí que es chistoso, si acá ya no hay demonios, ya el padre Ortencio los echó. Eso le pasa por estar borracho mijo. ¿Se imagina el diablo por acá? Se muere de hambre, acá todos somos pobres y bien religiosos. —Mi mamá rió negando con la cabeza—. Jajajaja, el diablo por acá… —sentenció respirando hondo.
—En serio ma, yo le quité una pata, como me decía mi abuelo que hiciera…
— ¿Y la trajo para hacerle una sopita? —Me interrogó mi mamá en tono burlón. Comencé a dudar si realmente me había topado con el diablo o fueron fantasías de borrachín.
— ¿A qué horas llegué?
—Como a las doce, mijo… No, hasta después. Mejor dicho, bien tarde. Eso hasta le vomitó la camioneta al tío. Qué pena con su tío, toca limpiarle el carro.
— ¿Y Rigoberto dónde está que no me ha venido a saludar? —le pregunté mientras empezaba a probar el caldo de papa, aún con ese guayabo agarrándose a mi paladar.
— ¿Ya no se acuerda mijo? Rigoberto se murió, yo le dije. ¿No se acuerda? Por eso es que está acá ¿no?
Recordé que mi mamá me había llamado ayer para avisarme que a Rigoberto le había pasado un ‘Jeep Willis’ por encima y que lo había dejado agonizando un rato, hasta que uno de los vecinos le rajó el cuello con un machete. El pobre no dejaba de chillar así que era mejor que se muriera de una vez. La nostalgia se me subió a la cabeza y sentí un ahogo en el pecho. Sí que quería a ese perro, había pasado tiempo con él y lo tenía desde que era un cachorro.
Me tomé la sopa y supuse que debíamos darle cristiana sepultura a Rigoberto, pero mi madre me dijo que esperara, que estaba preparando una comida y que no tenía tiempo para eso todavía. “Toca aprovechar que mijo viene para hacerle algo especial”, dijo.
Debía aceptar que, de cierta manera, me había olvidado de estas tierras, de estos aires, de los sonidos lejanos que llegaban con el viento hasta a mí. De este sol que parecía estar más presente y a gusto con su naturaleza; de las gallinas, los cerdos, el ganado, el jugo de naranja más amarillo y espeso que el de cualquier zumo citadino. Aunque nunca dejaba de enviarle algún dinero para las manutenciones mensuales, hacía tiempo que no veía a mi mamá. Me mordí los labios, bajé la mirada y me sentí algo mal. Me calcé las zapatillas con las que había llegado, sin que ninguna media intercediera y salí sin camiseta a la parte trasera de mi granja donde se erigían unos paisajes inamovibles y extensos, tan verdes que llegaban a sosegarme.
Mi madre andaba metida en su cocina, al lado ese buitrón bronceado cuyos resquicios de carbón se quedaron adheridos al ladrillo del muro, dejándole una mancha, como si alguien hubiera estripado una sombra allí. El lugar estaba atestado de ollas que se sostenían en la pared. Eran ollas viejas, abolladas, las mismas con las que me había preparado una que otra bienestarina, las sopas de plátano, el sancocho y los múltiples cocidos boyacenses que me hacían recordar los cubios y los nabos, esos que me deleitaban a cada rato y que de alguna manera habían sido reemplazados por hamburguesas y corrientazos de corte cosmopolita. Pensé que era necesario volver a mis raíces.
Veía que mi madre no tenía intenciones de salir de su cocina y como de costumbre, había sacado una olletada con guarapo que dejó sobre el lavadero para que, cuando se me pasara la sed a la garganta, pudiera tomar un poco.
Mientras tanto, caminaba ese leve ascenso en la parte de atrás de mi granja. Los árboles de naranjo se exponían muy altos y me dieron ganas de treparlos. Me acordé de Rigoberto cuando me acompañaba a esas escaladas nocturnas, a bajar unas cuantas naranjas y toronjas, en medio de los bulliciosos bichos que merodeaban por el lugar y que lo hacían gruñir. Me devolví corriendo, mientras algunas vacas me miraban con unos ojos despreocupados. Llegué hasta el lavado de granito y agarré la olleta, tomé casi la mitad del guarapo y sin percibirlo de inmediato, esos sorbos me habían hecho sentir más vivo.
Le grité a mi madre que dónde estaba Rigoberto, que lo enterraría. Pero en vez de responder a mi pregunta, ella me avisó que el padre Ortencio vendría y me mandó a la ducha, que bajo ninguna razón lo recibiría en paños menores. “Vaya mijo, no sea terco, ¿no le da pena con el padre? Si el diablo se le apareció como sumercé dijo, pues debe sacarse ese olor de azufre y pecado que debe tener”, acto seguido se santificó frente a la imagen de la virgen que tenía colgada en la sala. Se regresó a la cocina.
Pensé en el pavo sin cabeza y en los diez avemarías que no recé. Me preocupé y me sorprendí de ello: a pesar de vivir en la ciudad, esas supersticiones parecían algo natural en mí, como si fuera una clase de herencia de estas tierras.
Respiré hondo, tratando de olvidar si realmente el diablo se me había metido al cuerpo y más bien miré un poco más el paisaje; me dejé caer en la banca de madera que alguna vez mi padre construyó y vi uno de los cuartos de herramientas. Era de mi padre y pasó a ser de mi tío, que de vez en cuando las usaba. De inmediato se me vino a la mente el recuerdo de mi papá. Bigote pobre, barba casi inexistente, abundante pelo que no heredé, estatura alta irreal en mis genes, robustos pechos que pasaron a ser una mentira en mí; nariz parda, un poco más extensa y puntiaguda cuando me la comparaba en el espejo, ojos oscuros, fieles a los míos; y una energía que amenazaba con desaparecer en mí y extraviarse en cada esquina de la agotadora metrópoli de donde yo venía. Se me pasó por la mente cuando Hugo, su mejor amigo, tocó a la puerta un 22 de febrero de 1984 mientras amanecía. Mi madre le abrió de inmediato, había pasado toda la noche en vela. La forma de decir que a mi padre lo había matado un liberal no fue la mejor: como una inyección de aceite, el pinchazo duele, pero apenas viertes el líquido, se expande con tanto dolor, que piensas que nunca va a terminar: “A mi compadre Pedro lo mató un liberal ayer en la cancha de tejo, se puso de macho con el machete y me le clavaron un tiro en la cabeza… Mis perdones patrona”, Hugo respiró profundo, se fundó nuevamente su sombrero y desapareció entre los ramales que no eran tan altos como los de hoy.
Ese 22 de febrero mi madre lloró mucho y me pidió que la acompañara a dejar un racimo de plátanos en la plaza. Pensé que el peso de la muerte era similar al de ese racimo que tiró muchas veces a mi madre al suelo, pero entendí que ese peso no se va, ni se pierde, ni se descarga, sino que se aprende a vivir con él, pues mi madre desde ese momento arqueó un poco más sus espaldas, ya no eran rectas, sino curvas, como si ese lastre se le hubiera fundido en sus huesos.
Ese día, al volver de la plaza conocí a Rigoberto, era apenas un bebé vagando en medio de la carretera. Nos siguió hasta el río por el que pasaba el camino que nos llevaba a nuestro caserío y al verlo detenerse, mi madre decidió cargárselo para la casa. Yo no entendí mucho la muerte de mi padre en ese momento, era pequeño, pero sí se me cruzó con un recuerdo feliz: el de Rigoberto.
Me bañé y en esas llegó el padre Ortencio. Aún con la toalla en la cintura y cayendo hasta mis tobillos, saludé al padre mientras sostenía con la otra mano el nudo improvisado de mi toalla.
— ¡Cómo ha crecido este muchacho! —Comentó el padre, mientras se sentaba en una de las tres sillas que tenía el comedor principal.
“Viera Padre, cómo estaba hace siete años, pero esos menjurjes de la ciudad me lo pusieron todo flacuchento”, dijo mi madre, cogiendo uno de mis brazos. Me alejé un momento para cambiarme. Cerré la puerta de mi cuarto. Mientras alzaba los pies a la cama y me echaba algo de talcos, escuchaba el bullicio noble entre el padre Ortencio y mi madre que se reían con cortesía. Me apliqué un desodorante, tomé un poco de crema y la puse en mi cara.
Salí del cuarto con la toalla frotando mi pelo, que no era mucho. No vi al padre ni en la mesa, ni en ningún cuarto. Salí al patio y lo vi dar de comer a las aves. Al principio pensé que por eso mi madre no quería enterrar a Rigoberto, pues el padre vendría a darle el protocolo religioso necesario para el caso, pero al ver la pasividad y tanta camaradería, supuse que se quedaría hasta después del almuerzo.
Volví a la mesa, miré el reloj, eran las tres treinta de la tarde de ese domingo atestado de sudor y humedad. Sintonicé la radio y me exasperé al no encontrar una buena señal. No podía recurrir a mi celular para poner algo de música, no contaba con dicha tecnología. Pedirle al padre el de él, que por cierto era lujoso, sería un ‘sacrilegio’ según mi madre y no valdría la pena.
En mi granja no había ni computadores, ni televisores, sólo la radio. Al fin escuché a Jorge Veloza y dejé que un poco de carranga sonara. Más tarde Diomedes Díaz se ocuparía del ambiente.
—Mijo, apague eso que tenemos visita, ¿no le da pena con el padre? —Se alarmó mi mamá, asomando su cabeza por la puerta de la cocina—. Un poco más de respeto por favor.
—No se preocupe doña Teresa, eso no importa, antes un poco de musiquita le pone más alegría al ambiente, que bien silencioso sí está —dijo el padre, mientras yo le admiraba que de su frente no le emanara ni una gota de sudor. La bata sacerdotal, los zapatos de cuero y los tres rosarios en su cuello, daban la impresión de estar asándolo por dentro, pero al parecer, estaba adaptado al clima—. No importa mijo, deje la música.
—Sí señor —concluí.
—Mijo, venga y le muestro las fotos de lo que hemos estado haciendo en la iglesia —advirtió mi ma, mientras se secaba las manos con delantal blanco, manchado de negro en algunas partes. El aire se infestaba de un tremebundo olor a cilantro, tomate y cebollas de lo que pensé, sería el ají que estaba preparando en ese momento.
—Sí joven. Teresita aquí ha estado muy activa con mi Dios, con Jesús.
—Si hasta ya leo algunos pasajes mijo, allá frente a todos, en la misa. Dios me dio la verraquera, ¿cierto padrecito?
—La fe en Dios puede hacerlo todo, Teresita, pero muéstrele las fotos al muchacho.
Mi madre encargó tomar unas fotografías, eran pocas, las cuales imprimió y puso en un libro especial, decorado en su portada con la palabra ‘Jesus es el señor’ en letras brillantes… Noté la falta de la tilde. El padre Ortencio me cruzó el brazo y lo puso en mi hombro, acercó su cara al otro hombro y se quedó viendo las fotos, explicando cada una de ellas. Mi madre sostenía el libro y miré de reojo al padre: su mano se me hacía, más que incómoda, sospechosa. Atisbé a mi madre y ella sólo se disponía a deleitarse con cada una de las imágenes. Apoyaba el libro en sus piernas, de seguro le impregnaría un olor condimentado a cada foto.
Respiré profundo y me dispuse a escuchar sin explorar más de la cuenta: “Eso fue cuando la procesión estaba llegando para acompañar a la virgencita a bendecir el pueblo”. “Eso fue en el curso de cocina, que doña Leticia nos dio, por eso le preparo esta cosa especial hijo y todo eso que aprendió no lo ha dejado, de hecho, se volvió toda una experta: cerdo, gallinita, pescado, carne, pollito. Ud. póngale cualquier cosa y Teresita se lo cocina”.
Mi madre rió con un poco de escándalo y mostró algo de modestia con lo dicho por el padre. Prosiguieron con la explicación de cada foto. “Muchacho, eso fue cuando teresita se estrenó un vestido que le regalé de las donaciones. ¿Se acuerda teresita que ese día se nos apareció una bruja?”, “acá fue en la misa tal…”, “en esta hicimos esto”… Blah, blah, blah. Pedí un permiso y salí a tomar aire, servirme un guarapo y complementarlo con algo de jugo y una fruta. No me agradaba que el padre Ortencio le dijera ‘Teresita’ a mi madre. Empecé a pensar que realmente el diablo estaba dentro de mí.
Entré al cuarto y vi a mi madre y al padre rezando, de rodillas frente a la imagen de un Jesucristo de cerámica, aparentemente nuevo. No quise interrumpir y me senté en el comedor, mirando las tejas. Pronto me aburrí y mientras sonaba la radio con un poco de interferencia, advertí que ya empezaba a esconderse el sol. Tenía hambre y le dije a mi mamá que era hora de comer. Ese mismo día volvería a la ciudad y se haría tarde para enterrar a Rigoberto.
El decírselo me revolvió el corazón y de repente me sentí triste. Quería escuchar ladrar a mi perro, verlo correr; eran un labrador potente, lleno de energía… Ansiaba escuchar su respiración mientras se dormía sobre mí.
Mi madre se levantó, limpió su falda que quedó marcada con un vaho medio sucio en la parte de las rodillas. Pasamos a la mesa, tomé la jarra con un poco de jugo de naranja y serví tres vasos. Olía a carne, lentejas y una salsa que aún no descifraba cuál era. Vi que el padre Ortencio se ofreció a ayudarle a mi madre, lo que me pareció extraño.
Empezaba a imaginarme cosas: “Que el diablo no se apodere de mí”, recé. Apuré a mi madre para que sirviera la comida y le recordé nuevamente que debía estar en la ciudad en la noche, para ir a trabajar mañana. El padre se acomodó en el centro de la mesa y mi madre se le hizo al lado, se miraban y conversaban entre ellos. Yo al otro lado, observaba al padre Ortencio. Torcí la boca y vi el plato. Aún salía humo, pero quería irme rápido, despedirme de Rigoberto y salir corriendo, la presión se acumuló en mis pulmones y se hacía más denso cada vez que mi mamá posaba su brazo tímidamente sobre el hombro del padre, que se reía con cada palabra que decían.
Empecé a comer, pero noté que el plato de ellos era distinto.
— ¿Por qué están comiendo algo distinto? —Le pregunté a mi madre, sin mirar al padre.
—Mijo, es que ese es su plato especial, hecho sólo para sumercé —respondió ella con un poco de dificultad, mientras tragaba un pedazo de pollo.
—Su mamá se lo preparó exclusivo para sumercé, hijo —completó el padre.
Cuando escuché el “hijo” de esa voz tosca pero mansa, algo de mí amenazaba con desatarse, no sabía qué era, pero debía resistir un poco más, no quería arruinar la visita por un berrinche.
El padre miraba a mi mamá, trataba de conversarme pero yo mantenía un pedazo de comida en mi boca, para no tener que hablar. Me pareció delicioso, realmente esas clases de cocina le habían sentado muy bien a mi mamá. Me alegré por ella pero no apartaba la mirada, que se me hacía más aguda a medida que el sol se deshacía tras las montañas y el reflejo suave de un naranja imperturbable se asentaba en los rostros de todos.
Ortencio le dijo algo a mi madre al oído. No pude aguantarlo más.
—Padre, por favor, es mejor que vayamos a enterrar a Rigoberto, ya se hace tarde ¿no cree? Mire el cielo, se está poniendo oscuro —le decía con palabras rápidas al hombre que estaba muy cerca de mi mamá.
—Mijo, pero es que ¿enterrar qué? Si no se puede enterrar un alma —afirmó mi madre, mirándome con cierto estupor.
— ¿Un alma? No, a Rigoberto. A enterrar a Rigoberto —expliqué con algo de confusión.
—Hijo, cuando Jesús murió dejó su sangre, su hostia para que viviera dentro de nosotros, y Teresita tuvo una idea muy buena con la cocina y su perrito que en paz descanse —sentenció el padre Ortencio, que también me miraba fijamente.
—Entonces mijo, como ud. quiso tanto a ese perro, pues para que no se le olvidara y para que lo recordara, ya lo tiene adentro, así como cuando comulgamos y Jesús vive dentro de nosotros, pues Rigoberto ya está en sumercé.
Tragué saliva, sentí mi paladar contaminado, me pasé la lengua, bajé la mirada miré algunos pedazos de carne del plato y sentí que se me revolvía el alma, el espíritu y que Rigoberto jugaba con mis tripas.