Por: Liz Paspur
Hoy escuché la historia de una amiga. Su historia era la mía, la de nosotras, la de nosotros, la de ella, la de él y la de todos. Entre llantos y lamentos escuchaba su historia de amor con su novio… o su exnovio… da igual. A punta de audios en Whatsapp escuchaba en su llanto mis lamentos, escuchaba en sus reproches mis frustraciones y escuchaba en su rabia también mis errores. Ella me repetía en medio de sus lágrimas que no podía entender esa sensación que le machacaba lentamente el corazón, las entrañas o como se llame ese órgano interno que todos tenemos y que nos hace padecer un terrible sufrimiento por el otro. Porque sí, aceptémoslo, a todos nos han roto el corazón; algunos lo superaron, otros no, otros lo padecen, otros lo permiten, pero al fin de cuentas es lo mismo: una acción convertida en sensaciones llamadas fracturas del corazón.
Intentaba consolarla, le decía que yo también he amado hasta el límite. Me gritaba, me suplicaba que ojalá la vida nunca le hubiera dado esa experiencia, que a ella nunca le había pasado eso, que siempre supo controlar las cosas de su corazón. Yo le respondí en calma, pero también afectada:
-El amor no es como un manual, ni se controla, ni se espera, ni se clasifica, ni se ordena. Sólo es. Como la lluvia: o te mojas o te refrescas.
Ayer escuchaba los gritos de odio de mi amigo por su exnovio. En la calle la gente nos miraba mientras yo lo agarraba fuerte con mis brazos, yo era su camisa de fuerza. Llorábamos juntos, él por el otro, y yo por su dolor. Fui su pañuelo, escurrí sus lágrimas y, cuando no lloraba más, él fue mi pañuelo y escurrió las mías. Como si llorar por un amor fuera cuestión de turnos. Él vio la oscuridad, no dormía, no soñaba, no sonreía y casi pierde su empleo. Perdió dinero, perdió la dignidad, perdió la cordura… todos hemos perdido eso y mucho más. Todos hemos entrado ahí, en ese agujero que parece no tener salida, en esa sensación de muerte en vida, en el pánico, en la desesperación. Uno supone saber lo que necesita en ese momento; escuchar la voz de ese otro, llamarlo, sentir su piel o al menos cruzar una mirada de cómplices, pero la realidad es que no: ni usted ni yo sabemos qué necesitamos en el momento más oscuro de una tusa y mucho menos necesitamos a nuestro mártir frente a nosotros.
Antier me tocó a mí ver lo absurdo y desesperado que puede ser el amor, o en realidad lo absurdo y desesperado que me hizo llegar a ser. Creo que mi error más grande fue mostrarme sin máscaras, decir lo que sentía, llorar lo que dolía, amar sin paradigmas y hacérselo saber. Ser vulnerable es lo más bonito, pero también puede llegar a ser lo más peligroso. Mostré mi vulnerabilidad y quizá no debí hacerlo (ese terrible hábito de decir la verdad). Hay dos cosas importantes que aprendí en mis delirios: la primera, es que lo más difícil de aceptar una despedida es deshacerse de esa estúpida esperanza que nos han implantado las películas, los libros y las canciones. Él o ella no van a regresar y decir que cambiará, con un ramo de flores, y que daría la vida por usted. Él o ella nunca va a llegar a decirle lo que usted quiere escuchar y cerrar con un “felices por siempre”. Cuando alguien quiere estar con usted, está y ya. Y la segunda viene de esa primera, si alguien no quiere estar con usted, no va a estar. Uno no puede obligar a nadie a que lo ame como uno lo ama. Tan simple pero tan complejo. El lío viene después, cuando uno lo sabe todo, pero no sabe qué hacer realmente. Todos tenemos derecho a llorar y nadie tiene derecho a juzgarnos por ello. Ni los más prácticos consejos tienen la luz que usted mismo se puede dar. Ese extraño órgano que usted no sabía que existía tiene la capacidad de destruirlo o de renovarlo, la gran problemática no radica en saberlo si no en decidirlo. Tomar decisiones porque sí, las señales siempre estuvieron ahí y uno no quiso verlo. La respuesta no está en un diccionario, ni en un libro, ni en sus amigos, la respuesta está en ese órgano extraño, y como todos somos diferentes, sería egoísta darle consejos apropiados para su propio delirio. Al final uno siempre encuentra la manera de consolarse.
Hoy, ayer y antier son el ahora; el ahora para que recordemos nuestras lágrimas, para nunca olvidar que de esas lágrimas también nos podemos burlar. Riámonos de esos audios, de esas llamadas que hicimos, de cuando rogamos, de cuando suplicamos, de cuando permitimos. Riámonos de lo absurdo porque la vida está hecha de absurdos. Riámonos de las locuras que hicimos por ellos y ellas, riámonos de los buenos momentos, de los juegos, de las sonrisas, de los besos, de las cenas compartidas, de nuestras bandas sonoras, pero también riámonos de los malos momentos, de los insultos, de las heridas, de los gritos, del insomnio, de la indiferencia y del olvido. Nunca olvidemos que eso es parte de ser humano, errar para errar menos. Este es un llamado a que brindemos por el amor, brindemos con el vino de la risa, con el whiskey de la satisfacción, porque al igual que usted, yo y muchos más hemos caído en el fondo, en el abismo y hemos entendido después de muchas lágrimas y de muchas caídas que no seríamos quienes somos hoy, unos seres capaces de vernos al espejo, suspirar y tener la fuerza para darnos cuenta de que la vida aún no termina, y que mejor aún, el amor volverá a llegar para volvernos a sorprender, en compañía o en soledad.