Por: Juan Felipe Cardona Cárdenas
Nunca asesinó a nadie pero sabía exactamente lo que sentiría de llegar a hacerlo. La primera vez que tuvo conciencia de ello fue al inicio de su vida universitaria, siendo un mozalbete desgarbado e iluso.
Durante los nueve días en los que las pupilas del joven F. repasaron obsesivamente las 211 mil palabras ubicadas en perfecta armonía a lo largo de 688 páginas que más se asemejaban a partituras, su mente, su alma y su estómago dejaron de ser parte de su Yo para convertirse en apéndices de un alter ego turbado y cismático devenido en verdugo de una anciana usurera. Durante esos nueve días fue F. quien se llenó de razones filosóficas para justificarse. Fue él quien clavó el hacha en la cabeza de Alíona Ivánovna. Fue él y nadie más quien se vio infernalmente atormentado por la certeza de que la racionalidad detrás de su decisión no alcanzaba a calmar la culpa por lo «vil, horrendo y odioso de sus actos». Durante ese tiempo fue F. quien cometió el crimen y quien mereció el castigo.
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Todo lector que se precie de serlo tiene claro cuál fue ese libro que fraccionó su existencia y que lo inspiró de formas inimaginadas. El mío fue el culpable de esta perdurable obsesión por la novela clásica rusa que se niega a abandonarme, me llevó a renunciar a la idea de convertirme en novelista ante la certeza de que jamás escribiría algo tan extraordinario, e incluso me obligó a reemplazar mi rutina latinoamericana por la cotidianidad moscovita.
Todo lector que se precie de serlo, además, tiene un miedo oculto: volver a leer, como adulto, aquel libro que marcó profundamente su juventud y notar que no es tan increíble como lo recordaba y que el tiempo hizo que alguno de los dos, libro o lector, perdiera su capacidad de asombro. Huyendo de esta Espada de Damocles, por más de una década me negué a volver a leer esa obra que me marcó y, poseído por el espíritu de un cuervo, repetía « ¡Nunca más!».
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Tuvieron que pasar casi veinte años para que el bueno de F., ahora convertido en el señor F., volviera a sentir vívidamente la agónica emoción de estar en la piel de un asesino. Aquel día la copiosa nieve tornó canosa su oscura barba, obligándolo a buscar refugio lejos de los vientos que se enfilaban por el congelado Moika. Fue allí, protegido por la cornisa del número 104 del Canal de Griboedova, que dejó de ser él para convertirse en su apesadumbrado alter ego. Y es que fue exactamente allí, en ese gastado edificio, en donde dos siglos antes y tres pisos arriba caía a sus pies, asesinada, la vieja prestamista.
Aunque el señor F. nunca había estado aquí, lo recordó todo: las lozas dispares, las paredes corroídas por la lluvia, las rejas oxidadas y hasta el vaho melancólico de aquella callejuela de San Petersburgo. Aún cuando el edificio ya no era verde sino amarillo, no cabía duda: había regresado a la escena de un crimen del cual él era culpable.
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Una corta estancia en San Petersburgo fue la excusa evocadora que me animó a reencontrarme con el libro. Mi peregrinación empezó en el mismo lugar en el que su autor dio inicio a la historia: en una «reducida habitación que [un joven] tenía alquilada en la callejuela de S.». La accidentada charla con el viejo librero de marcadas facciones eslavas frente de la Catedral de Nuestra Señora de Kazan, fue suficiente para saber que la enigmática S hacía referencia a la calle Stoliarny, justo en la esquina con Grazhdánskaya, en el número 19. La angosta avenida que Raskólnikov diariamente debía transitar, sigue allí. También el vetusto edificio de cinco pisos en donde vivía. Los escalones que suben hasta una habitación «que más parece una alacena», todavía son exactamente trece, como pudo confirmarlo con ojos vidriosos este emocionado (re)lector gracias a la hospitalidad de sus actuales ocupantes. Y es que los petersburgueses, con acierto poético, parecen negarse a enclaustrar sus monumentos literarios en asépticos museos, prefiriendo dejar en manos de la cotidianidad su preservación o su decadencia. Visitar el cuartucho de mi antihéroe implicó, entonces, ir al altillo de un ciudadano anónimo que tuvo la fortuna de arrendar el apartamento que inspiró la imaginación de uno de los más grandes escritores de la historia. Esto lo hizo una experiencia real y honesta, lejos de aquellas forzadas y patéticas puestas en escena.
Me sorprendió, eso sí, que el camino entre los edificios del verdugo y la usurera no se recorriera en los «exactamente setecientos treinta pasos» que calculó Raskólnikov. Sin importar cuántas veces hice el recorrido ni el tamaño de mis zancadas, el resultado siempre dobló lo presupuestado. Si el protagonista caminaba inusualmente rápido, la ciudad sufrió significativas modificaciones o el autor se permitió una pícara licencia literaria para forzarnos a caminar con particular parsimonia por la ciudad, está aún por determinarse, pero yo me inclino por la última de las posibilidades.
Calle por calle fui devorando por segunda vez un libro que muy pronto dejó de ser tal para convertirse en un detallado mapa narrativo de las maravillas de la vieja Petrogrado: me llevó por el puente Voznesenski, en donde trágicamente un carruaje terminó con la vida del concejero Marmeládov; me hizo atravesar el número 73 de Griboyédov, donde la hermosa y desdichada Sonia dormía después de prostituirse; me guió hasta el número 67 de la misma calle, justo en donde Raskonikov fue interrogado por los agentes de Policía… Todo sigue allí, quizás con otro color o con algunas modernizadoras refacciones, pero en pie, a la espera de que sus fachadas ayuden a releer los libros que ayudaron a escribir.
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El señor F. se paró en silencio en el largo pasillo del apartamento del tercer piso. No escuchó cuando el inquilino toscamente le exigía explicaciones por haber ingresado al edificio sin autorización y por tocar afanosamente a su puerta. Estaba ensimismado imaginando –algunos dirían que hasta recordando- aquella ocasión en la que quien entreabría timoratamente la puerta para recibirlo era la misma Alíona Ivánovna y él, sin perder un segundo, «sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja». Había vuelto a asesinar a un ser tan frágil como despreciable, tal y como en su juventud pero, cosa extraña en un déjà vu, con un inusitado realismo en los colores, las texturas y las formas de la escena del crimen.
Después de un rato, igual que lo había hecho doscientos años atrás, el señor F. bajó rápidamente la escalera cuidándose de que nadie lo notara, cruzó el portal del edificio y rápidamente dobló a la izquierda alejándose del canal. Recorrió los que debieron ser setecientos treinta pasos hasta la falsa seguridad de su propio edificio y, una vez allí, buscó entrar a la garita para devolver el hacha ensangrentada que había robado en la mañana. Pero en esta ocasión una inesperada portería de metal y los insultos de los vecinos fatigados de la imprudencia de aquellos turistas literarios, le impidieron cumplir su cometido. Pensó, como su alter ego ya lo había hecho camino al malecón, en arrojar el hacha en el patio de cualquier casa para librarse de la evidencia y, con algo de suerte, de la culpa. Encontrar el lugar y el momento preciso implicaría calmar su mente para poder sosegar aquella incriminadora respiración que caracteriza a los culpables. Cuando finalmente lo logró y se aprestó a deshacerse del hacha, el señor F. notó que lo que apretaba con fuerza debajo de su abrigo, a la altura de las costillas, no era el arma homicida sino aquella edición en español de aquel libro al que, no sin algo de suerte, se había logrado hacer en un mercadillo de nostalgias soviéticas a las afueras de Moscú y que había motivado, en primer lugar, este viaje a San Petersburgo.
Si sintió alivió o decepción, sólo él lo sabe. De lo que si podemos estar seguros es que desde la estación Moskovsky Voksal y durante las ocho horas que duró la travesía de regreso hacia Moscú e inexorablemente hacia su antigua vida, en la cabeza del señor F. martillaron interrogantes de gran calado: ¿Qué tanto era él y qué tanto su alter ego? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de volver a sentirse tan vivo y honestamente fuera de sí? ¿Acaso un eventual tercer encuentro con su libro lo llevaría a cruzar la tenue línea entre la literatura y la realidad? El señor F. se bajó del mítico Krásnaya Strelá sin conseguir las anheladas respuestas e ignorante que estas tan solo llegarían siete años después, marcando un sendero que lo llevaría de la tragedia a la redención. Pero aquí empieza otra historia. «La nuestra ha acabado».