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Recuerdos de una niña abandonada

emmaReyes

 

El libro Memoria por correspondencia, de Emma Reyes, fue uno de los sucesos literarios más importantes de los últimos meses. En él, la artista plástica Emma Reyes, fallecida en París en 2003, cuenta su infancia a través de 23 cartas que le envió a finales de los años 60 al historiador Germán Arciniegas. Un testimonio conmovedor de la Colombia de los años 30, del abandono, de la ignorancia y la crueldad. 

Fernando Araújo Vélez

 

Era una ignorancia que se extendía y se multiplicaba, que profundizaba, que tocaba las esquinas y las casas y las plazas y los campos de la gente más humilde, de aquellos que debían y tenían que trabajar para otros, para los dueños del país. Era una ignorancia oscura que se tocaba con la ingenuidad, una ignorancia impartida desde arriba, y arriba eran el Gobierno, la Iglesia, el Poder, los apellidos, las tradiciones. Era una ignorancia triste que quemaba, estremecedora, como la de aquel día en el que un muchacho cualquiera a quien llamaban El patojo le preguntó a una niña cualquiera a la que llamaban Emma si ella tenía papá y mamá. Ella le contestó una pregunta: ¿Qué es eso? Él le respondió que no sabía.

Emma Reyes aprendió a escribir su nombre y a leer lo que le imponían en un convento, poco después de haber cumplido 10 años. No obstante, cuando le preguntaban su edad, respondía que no sabía ni cuándo ni dónde había nacido, y en realidad no lo sabía. Su más remoto recuerdo era la casa en la que vivió sus primeros años, una casa que era una sola pieza sin ventanas y con una puerta que daba a la calle, en el barrio San Cristóbal de Bogotá. “En esa pieza vivíamos mi hermana Helena, un niño que nunca supe su nombre, que lo llamábamos ‘Piojo’, una señora que sólo recuerdo como una enorme mata de pelo negro que la cubría completamente y que cuando lo llevaba suelto yo daba gritos de miedo y me escondía debajo de la única cama”.

De aquella casa debía salir todos los días a vaciar su mica, y en aquella casa pasó varios días encerrada, íngrima, sola, “Todos los domingos, a partir del mediodía y hasta la noche, me dejaban sola, encerrada con llave en nuestra única pieza; no tenía más luz que la que entraba por las grietas y el grande hueco de la chapa y pasaba horas pegada al hueco para ver lo que pasaba en la calle y para consolarme del miedo”. Una madrugada, muy a oscuras, muy a heladas, y luego de que un señor visitara a doña María, quien cuidaba de ella y de su hermana Helena, partió hacia Guateque montada en un burro al que llamaban Burro, guiada por indios descalzos. En Guateque, Boyacá, conoció el primer carro.

Pocos días más tarde, la señorita María decidió abandonar Guateque. Meses antes había tenido un bebé. Emma Reyes y su hermana lo bautizaron como El Niño, y con los días El Niño pasó a ser el centro de sus vidas. Supieron de él una mañana en la que la señorita María las hizo subir a su habitación. “Cuando vimos al niño nos quedamos como paralizadas. Helena me tomó de la mano y me hizo caminar hacia atrás hasta que dimos contra el muro en frente a la cama y ahí nos quedamos como hipnotizadas. –Me lo trajo de regalo el médico- nos dijo con una voz casi infantil-. Acérquense, vengan a verlo”.  Cuando se marcharon de Boyacá, ella, Emma, tuvo que acompañar a Betzabé, una india que la cuidaba, a dejar a El Niño ante la puerta de una casa blanca. “Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia”, escribió.

Sin embargo, la crueldad continuó siendo una especie de Destino imposible de evadir. Un día, la señorita María se enamoró de un señor muy bien vestido y la dejó con su hermana en una perdida  estación de trenes. Pasaron varios días. Policías, sacerdotes, curiosos y monjas les preguntaban quiénes eran, de dónde veían, hacia dónde iban, quiénes eran sus padres, pero ellas jamás respondieron.  Sus silencios sólo hablaban de dolor y de miedo, de angustia, de incertidumbre. Terminaron en un convento y vivieron allí, lejos del mundo, durante más de 10 años, trabajando para unas monjas. Bordaban y limpiaban y ordenaban 10 horas al día a cambio de tres magras comidas y un lugar donde dormir, rodeadas de 120 niñas como ellas, impregnadas todas de pavor, de temor a Dios, temiendo día tras día que se les apareciera el diablo si no obedecían.

Emma Reyes en retrospectiva

Emma Reyes nació en Bogotá. Residió en Francia desde 1960, pero salió de Colombia en 1947. Antes había trabajado en Buenos Aires, París, Washington, México e Italia. Su primera exposición individual la realizó en la Galerie Kléber de París, en 1949, y desde entonces su obra ha sido exhibida en varias ciudades de Europa, Estados , Unidos, México, Israel y Colombia. Ya en 1961, la crítica argentina Marta Traba, escribió: “Pero esa personalidad no se puede poner en duda. Sus obras la acusan con tanta violencia como simplicidad: se lee en ellas, a primera vista, su espíritu directo, su fortaleza de visión, su claridad conceptual, su inequívoca voluntad de reducir el universo de las formas a un esquema claro y enérgico”. Luis Caballero, por su parte, dijo de ella: “Uno de los valores del arte es el de hacernos ver lo que no vemos. Emma nos hace ver las legumbres. Una lechuga ya no es simplemente una lechuga sino mucho más que eso”.

 

 

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