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Recuerdo para un ángel

Jerónimo García Riaño

Cada vez que Lorenzo daba clic sobre su mouse, aparecía en pantalla una nueva foto de Ximena Zárate. Modelaba la nueva colección de vestidos de baño para la temporada de verano. Él sonreía y seguía dando clic para ver una y otra vez a Ximena en un desfile de poses diferentes, sentada con sus manos escondidas en el pelo, de pie y con sus piernas firmes y marcadas, mostrando las tiras de su pequeño vestido de baño que abrazaban su espalda, y la tanga que daba la impresión de ser tragada por dos inmensas montañas de carne. Lorenzo detuvo la marcha de fotos y con sus ojos bien abiertos detalló una nueva imagen: Ximena estaba de pie con un pequeño traje de baño negro que dejaba al descubierto parte de sus senos robustos, y con su entrepierna protegida por una pequeña prenda que parecía un cristo crucificado. Toda esa figura, mirándolo de frente, se convirtió en la tarjeta de invitación para el inicio de una buena masturbada. Con cada movimiento de su mano derecha miraba la fotografía, la desnudaba, quitaba al cristo de su yugo y dejaba los senos duros al aire. Acostaba a la inmóvil mujer sobre su cama e imaginaba que la penetraba muchas veces; y ella siempre sonriente, como en la foto… Lorenzo terminó la tarea con los ojos cerrados, su boca repetía en susurros excitados el nombre de la modelo, y en su mano quedó el producto oloroso de su obsesión. La noche culminó con un sueño tranquilo, boca abajo y tendido en su cama.

Al otro día muy temprano, con su uniforme planchado y su gorro bien puesto en la cabeza, Lorenzo salió a la puerta principal del hotel a esperar nuevos clientes. Era botones. Su día empezaba con un saludo especial a los huéspedes, continuaba llevando las maletas hasta la recepción del hotel y luego los acompañaba por el ascensor hasta el piso y la habitación correspondiente. Al final de esa tarea, recibía la propina que caía en sus manos, como maná que soltaban los clientes desde lo alto.

Un día, un taxi parqueó en la entrada del hotel. Lorenzo abrió una de las puertas del carro y vio descender a una mujer con un jean azul y unas zapatillas de tacón alto que le daban firmeza a sus pantorrillas. Sus senos, cubiertos por una blusa blanca, parecían apuntar hacia el frente, como dos picos de aves diminutas. De su pelo rubio, envuelto y amarrado con un lazo azul, se desprendía un mechoncito que caía sobre su nuca blanca. Sus ojos se escondían detrás de unas gafas oscuras y sus labios, sin pintar, parecían hinchados. Por la otra puerta del taxi salió un hombre alto y elegante. La mujer lo tomó del brazo y pasaron al hotel. Lorenzo, atrás de la pareja, llevaba las maletas en el coche del equipaje. Se detuvo en la entrada y entendió que llevaba las maletas de Ximena Zárate. Sintió las piernas débiles. Observaba a la mujer, quería descubrir aquel cuerpo que había visto tantas veces en fotos. Vio esas dos bolas azules e inmensas que brotaban al final de la espalda, y que temblaban con cada paso que daba la modelo. Lorenzo empujó el coche y caminó hacia la pareja.

—Llévelos a la suite 602 —le dijo una de las recepcionistas del hotel a Lorenzo y le entregó la llave de la habitación.

—Por aquí, por favor —dijo Lorenzo con su agradable voz de bienvenida. Condujo a la pareja al ascensor. Primero entró Ximena, luego el hombre elegante, detrás las maletas y al final el botones oprimiendo el número 6 para iniciar el ascenso. Un ascenso al cielo con su ángel.

Lorenzo abrió la suite. Está vez entraron las maletas primero, luego él, después el hombre y la mujer. Ximena le dijo al botones que pusiera el equipaje encima de la cama. Lorenzo quería frenar el tiempo: descargó las maletas como si cada una de ellas pesara una tonelada.

—No tengo monedas, Santiago. Dale la propina al señor —ordenó Ximena.

El hombre elegante sacó de su billetera un par de billetes y los dejó caer sobre la mano derecha de Lorenzo que, a cambio de la propina, agradeció, entregó la llave y salió de la suite.

Esa noche en la soledad de su cuarto, Lorenzo abrió Facebook y buscó de nuevo las fotos de Ximena Zárate, otro desfile de poses. Vio pasar una foto tras otra sin detenerse. Su cercanía con ella, sentir su aroma, su voz suave, y ver su hermosa sonrisa, transformaron el simple deseo en una sensación diferente, una especie de cariño. Lorenzo decidió que le entregaría un recuerdo, algo que la modelo al verlo evocara al pequeño hombre moreno vestido con traje y gorro. Por esos días, dejó de masturbarse.

Una tarde, mientras llevaba las bolsas con las compras que Ximena y Santiago habían realizado, escuchó una conversación entre la pareja:

—Esta es nuestra última noche en la ciudad —dijo Ximena—. Demos una vuelta y nos tomamos un trago para cerrar las vacaciones.

—Hoy tengo una cita con mis amigos —respondió Santiago—. Y también quiero verlos para despedirme de ellos.

—¡Perfecto! —refunfuñó  Ximena— Saldré sola.

El botones abrió la puerta de la suite, dejó los paquetes sobre la cama y recibió una nueva propina por sus servicios. Mientras bajaba por el ascensor pensó que esa noche, la última noche de Ximena en el hotel, era el mejor momento para dejarle el recuerdo.

Al rato, Lorenzo vio salir a Santiago. Llevaba una camiseta blanca y un pantalón negro. Después el rostro de Ximena apareció por el ascensor, su ángel descendía del cielo. Se acercó a la recepción y le dijo a una de las mujeres que le llamara un taxi y entregó la llave de la suite. Lorenzo la observaba. Tenía un pequeño vestido gris ajustado a su cuerpo que dejaba ver su contundente silueta. Caminó con sus piernas desnudas y se sentó en uno de los muebles del lobby a esperar el taxi.

—Llegó el taxi, señorita —le dijo el botones. Ximena dejó la revista que miraba sobre el mueble, le agradeció a Lorenzo y caminó hacia la salida. Él la alcanzó y luego la adelantó para abrirle la puerta del taxi. Ella se subió y se fue.

Lorenzo decidió que había llegado la hora de entrar a la habitación de Ximena y dejar su recuerdo. Luego pensó que podría generar sospechas si tomaba la llave principal de la suite. Por eso, en un descuido de las recepcionistas, entró al pequeño cuarto donde guardaban las copias de las llaves de las habitaciones y tomó la de la suite de la modelo. Salió del cuarto y, seguro de no ser visto, corrió hacia el ascensor. Llegó al piso sexto, caminó lentamente hacia la puerta 602 y la abrió.

Lo primero que sintió fue un viento suave acariciando su nariz con un leve aroma a rosas. Entró a la habitación. Era la primera vez que Lorenzo observaba con detalle una alcoba del hotel: siempre entraba con las maletas, las descargaba donde el huésped le indicaba y luego, por el mismo camino, y casi con los mismos pasos, retornaba a su trabajo en el primer piso. Encendió las luces y vio una gran cama sin tender, un cuadro decorando la pared y dos mesas que custodiaban el sueño de los huéspedes. Al frente de la cama aparecía una pequeña sala de estar con tres muebles llenos de ropa, y una mesa de centro con unas revistas abiertas. Lorenzo entró al baño, había un gran espejo que cubría la mitad de la pared, lo sostenía una repisa llena de cosméticos y cremas. De la puerta de la ducha colgaban algunas toallas que parecían húmedas. Lorenzo sintió un fuerte olor a jabón. Salió del baño y se sentó en la sala, a un lado de la ropa. Sacó una foto suya de la billetera y un lapicero azul de su pantalón. Observó la fotografía con mucha calma, se descubría: veía su pelo crespo, apenas asomado sobre la cabeza; unas cejas pobladas que parecían darle sombra a sus ojos escondidos; la nariz gorda, como una nariz de payaso, y una boca dejando ver el principio de una larga sonrisa que podía llegar hasta el borde de sus orejas.

Puso la fotografía sobre la mesa  y escribió al reverso.

Para mi Ángel.

Su botones y admirador,

Lorenzo.

Al lado de la foto, encima de las revistas, encontró un catálogo con una colección de vestidos de baño. Ximena era la imagen principal. Abrió la revista y empezó a pasar las páginas muy despacio. Admiraba a su ángel. Puso la foto en la mitad del catálogo, como si quisiera sentirse atrapado entre tantas poses de la modelo. Cerró la revista y la volvió a poner en la mesa.

Se acercaba la media noche.

Lorenzo se levantó de la sala y se dirigía hacia la puerta para salir, cuando vio encima de la cama aquella tanga que se parecía al cristo negro crucificado. La tomó y se la puso en la nariz. El olor a Ximena despertó de nuevo su deseo. Sin pensarlo mucho, apagó las luces de la habitación, se quitó el gorro y el chaleco de botones, y en camiseta y pantalón se arropó con las sábanas de la cama y empezó a masturbarse. La mano derecha se movía por encima de las sábanas blancas, daba la sensación de que había un pájaro enredado con ganas de escapar. Con su mano izquierda apretaba la tanga, destruía al cristo. Cerraba sus ojos y como en un ritual, repetía el nombre de la modelo en ahogados susurros.

La mano de Lorenzo realizaba sus últimos saltos entre sábanas, cuando una llave abrió la puerta de la suite. Ximena entró un poco mareada por culpa de los tragos que tomó. Lorenzo giró hacia un lado de la cama y estalló de placer. El cristo maltrecho cayó al suelo. Ximena vio el bulto que le daba la espalda, sonrió y se acostó a su lado.

—Abandonaste a tus amigos muy temprano —le dijo Ximena a Lorenzo mientras se envolvía en las mismas sábanas—. Ahora tendremos nuestra despedida de la ciudad.

Ximena escaló con sus pies las piernas de Lorenzo que, entre el susto y el placer, sentía mojar su pantalón.

—Lo quiero todo para mí —le susurró la modelo. Su mano merodeaba por debajo de la camiseta de Lorenzo, hasta que llegó a un brote húmedo y pegajoso.

El botones de un salto salió de la cama. Con sus manos subía el cierre del pantalón mientras corría hacia la salida. Ximena gritaba y se tapaba con la sábana. Lorenzo buscó su gorro y su chaleco, pero no los encontró y salió de la habitación.

La modelo, acostada en la cama, se llevó su mano húmeda a la nariz y un fuerte olor penetró su alma, fijando en su cabeza las imágenes perpetuas de un asqueroso recuerdo.

 

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